Si tú quieres, puedes curarme

Tiempo Ordinario

Domingo de la VI semana

En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: “Si tú quieres, puedes curarme”.

Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: sana!” Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.

Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: “No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés”.

Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, a donde acudían a él de todas partes. Palabra de Dios. 

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El pasaje del Evangelio se abre con una observación directa: «se le acercó a Jesús un leproso». Era realmente extraño que un leproso se atreviera a acercarse a alguien, ya que tenían la obligación de mantenerse alejados de la gente. La exclusión de la convivencia con los demás hacía que esta enfermedad fuera aún más terrible de lo que ya era de por sí. 

Pensar en el aislamiento del leproso, nos debe hacer pensar en otro aislamiento , aquel con el que empujamos a los márgenes de la vida a una multitud innumerable de hombres y mujeres, de pequeños y grandes, pobres, ancianos, emigrantes, prisioneros y personas que están solas; y no nos faltan tampoco las justificaciones legales para mantenerles alejados. 

Aquel leproso del Evangelio logró superar la barrera que le separaba de Jesús. Había intuido que no le rechazaría. Ya se conocían su misericordia y su afecto, o más bien su preferencia por los pobres y los enfermos. En todas partes se creaba un clima nuevo, una atmósfera llena de compasión y misericordia que atraía a los enfermos, los pecadores, los pobres e incluso los leprosos. Acudían a él desde todos los lugares. Aquel leproso se postró a los pies de Jesús, no usó muchas palabras, no se puso a explicar su enfermedad, dijo simplemente pero con fe : «si tú quieres, puedes curarme». 

No dudaba de que Jesús podía curarle; pero, ¿lo quería hacer? La desconfianza de los demás hacia él también se había convertido en desconfianza de él hacia los demás; pero Jesús suscita la esperanza. La desesperación de ese leproso ante Jesús se transformó en fe y oración; y Jesús, el compasivo, no podía dejar de escucharlo: extendió su mano, le tocó y le transmitió la energía de la vida. Aquel leproso revivió como una planta marchita que florece rápidamente. 

Esta escena evangélica nos empuja a encontrar y escuchar, a tocar y sentir la gran necesidad de salvación que tienen los millones de «leprosos» de hoy. Con su respuesta, Jesús nos muestra cuál es la voluntad de Dios con respecto al mal, sea cual sea: «quiero; queda limpio». Sí, la voluntad de Dios es muy clara: luchar contra todo tipo de mal, contra todo tipo de marginación, de distancia, de exclusión. Tal vez precisamente porque había sido tocado por este amor absolutamente único e inimaginable, le fue imposible a aquel hombre permanecer en silencio. 

Por eso debemos desearnos que también para nosotros sea imposible callar. Aquel leproso no obedeció y divulgó tanto aquel episodio que Jesús ya no podía entrar en las ciudades debido al gran número de personas que le buscaban. Jesús, que no deseaba el placer de los hombres sino el de su Padre, se retiraba a distintos lugares. Sin embargo, la gente no le perdió de vista y continuaba yendo tras él. 

Hoy, más que ayer, necesitamos a un «hombre» que camine en medio de nosotros como Jesús sabía hacer. Esta es la vocación misma de la Iglesia y de cada discípulo aún hoy.


[1] V. Paglia, Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día. 2021

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