…Este es mi Hijo amado, escúchenlo

II Domingo de Cuaresma

En el camino cuaresmal nos encontramos ahora con la escena de la Transfiguración, que junto con la de las tentaciones en el desierto, cada año hacen el pórtico de entrada para que los discípulos de Jesús se adentren en la experiencia de encuentro con Dios para renovar la fidelidad a la alianza hecha con Él en el Bautismo. La Transfiguración constituye uno de los momentos culminantes de la revelación de Jesús, manifestando plenamente a sus discípulos su identidad de Hijo.

En el camino del discipulado es esencial comprender ¿Quién es Jesús?. Es la pregunta central y el propósito de los evangelios. Así lo encontramos explícitamente en san Marcos cuya evangelio leemos en el actual ciclo litúrgico.

La respuesta a la pregunta sobre la identidad de Jesús tiene un doble aspecto: por un lado ¿quién es Jesús para los hombres? La respuesta la ha dado Pedro en la confesión de Cesarea: es el Cristo (Mesías); por otro lado, ¿quién es Jesús para Dios? La respuesta la da el mismo Dios: es el Hijo amado.

La identificación con Cristo es la meta del proceso de iniciación cristiana y de la mistagogía, que es el proceso de asimilación existencial de la realidad bautismal expresada en los signos sacramentales. Ambos procesos, que de alguna manera podríamos comparar con lo que hoy llamamos formación inicial y permanente, encuentran en la Cuaresma una ocasión privilegiada para dinamizarse, ayudando a las y los discípulos a despertar de la modorra espiritual para asumir con alegría y esperanza la propia identidad cristiana.

En esta perspectiva el texto que hoy nos ocupa es fundamental en este proceso de renovación espiritual en el kairós cuaresmal. El pueblo de Dios por la efusión del Espíritu existe como comunidad de ungidos, es decir de hombres y mujeres, llenos del Espíritu y enviados por Dios al mundo para ser testigos de su obra salvadora. Al mismo tiempo, por la adopción filial en Cristo que se realiza en el Bautismo, este mismo pueblo santo está llamado a ser comunidad de hijas e hijos amados de Dios, testigos del amor divino en la vivencia de la comunión fraterna.

Detengámonos en el relato de Jesús Transfigurado y hagamos internamente el itinerario que hicieron los discípulos en esta revelación anticipadora de la Pascua.

La subida a una montaña alta

La primera parte del relato lo enmarca en una secuencia temporal, señalando que el hecho que narra sucedió “seis días después”. Esta referencia conecta con el episodio posterior a la confesión de Cesarea de Filipo, en la que Jesús anuncia su propia cruz y las consecuencias para los discípulos, con la consecuente resistencia de Pedro que todos conocemos. El relato de la transfiguración se entiende -en relación de contraste- a la luz del anuncio de la Cruz.

A pesar de la reacción negativa de Pedro ante el anuncio de la Cruz, el Señor lo lleva, junto con Santiago y Juan, a una montaña alta. La experiencia que vivirán se llevará a cabo en un clima de intimidad fraterna. La referencia que ubica la escena en una montaña crea una atmosfera espiritual que evoca la experiencia de profundo encuentro con Dios que Moisés y Elías vivieron en el Sinaí.

Jesús es trasfigurado

El centro del relato es una teofanía, es decir, la manifestación de Dios. La gloria de Dios se manifiesta en la persona de Jesús.

Los discípulos «ven» a Jesús con un nuevo aspecto y junto a él dos personajes fundamentales en la revelación de Dios al pueblo judío. El hecho es descrito con pocas palabras. Es importante señalar que literalmente el texto dice «fue transfigurado», precisión que es importante, pues Jesús no se transfiguró a si mismo, sino que fue Dios quien lo realizó en Él.

La transfiguración es descrita como un cambio de aspecto, «sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos». La indicación del color de los vestidos de Jesús en la escena que contemplamos lo vincula a la esfera de lo celestial. El hecho sucedió delante de los discípulos que aparecen así como destinatarios de  una vivencia que daría luz a la conciencia que tienen hasta ese momento de la identidad de Jesús.

La aparición de Moisés y Elías que «conversaban con Jesús» es a los discípulos. Esto indica nuevamente que ellos son los destinatarios de una experiencia que no es el resultado del esfuerzo humano. Hay que recordar que Moisés y Elías son personajes clave en el Antiguo Testamento. El primero es el amigo de Dios, que recibe de Él la Ley para el pueblo y el segundo es el profeta arrebatado al cielo en carro de fuego y cuyo regreso se relacionaba con la venida del Mesías.

Con ambos personajes el tema de la alianza aparece como fondo de todo el relato.  En el monte Sinaí Moisés recibe la Ley y sella la alianza y en ese mismo lugar Elías se refugió cuando era perseguido por la malvada reina Jezabel y recibió de Dios fuerza para ser el profeta de la fidelidad a la alianza. La misión de Jesús, con su cruz incluida, deberá ser comprendida dentro de este amplio y magnífico horizonte.

Pedro y los otros dos discípulos

Parece que el miedo no le permite a Pedro ni a los otros dos discípulos entender qué es lo que pasa. La experiencia los rebasa. No están a la altura de la revelación de Jesús como Hijo de Dios, como tampoco lo estuvieron en la experiencia de la tempestad calmada (cf.  Mc 4,41) Pedro apenas alcanza a sugerir la construcción de tres tiendas, asociando a Jesús a los otros dos grandes de la historia de Israel, no propone una sola tienda, no alcanza a descubrir en Jesús la plenitud de la revelación.

Dios revela a Jesús como su Hijo

Dios continúa facilitando a los discípulos comprender la identidad de Jesús no sólo en relación a los hombres, sino en relación a Él mismo. La transfiguración de Jesús se completa con la “audición” de la voz de Dios que se hace escuchar en medio de otro elemento teofánico que es la nube. En el libro del Éxodo, en el Sinaí, la nube fue imagen de la presencia escondida y poderosa del Dios (cf. Ex 19,6).

La nube, dice San Agustín, hizo una única tienda. No son los hombres los que construyen a Dios un lugar para que habite, sino que es Dios quien los inhabita. La voz del cielo dijo «Este es mi Hijo amado, escúchenle»”. Dios revela a Jesús como Hijo amado, una afirmación de Jesús, tal como lo presentó Marcos al iniciar su evangelio y como ya lo había dicho Dios en la escena del Bautismo. El vínculo de de Jesús con Dios es íntimo, es un vínculo de amor. El mandato: ¡Escúchenlo! indica cuál es la respuesta frente a la persona de Jesús, lo que define la manera de ser discípulo: escucha pronta, permanente y sin condiciones.

Quien responde a la pregunta que muchos se plantean acerca de Jesús es el mismo Dios Padre y es él mismo quien define la actitud fundamental del discipulado: la escucha del Maestro. Con ello queda clara la autoridad de Jesús que ha hablado sobre su pasión y muerte en cruz. En las enseñanzas de Jesús quien habla es el Hijo de Dios.

A diferencia de Moisés y Elías Jesús no recibe la revelación sino es el revelado a quienes se ha dado a conocer; en él se realiza la voluntad de Dios que todo hombre está llamado a obedecer

Jesús y los discípulos de nuevo “solos”

Al final de la experiencia de la transfiguración y de la audición de la voz de Dios los discípulos «mirando en derredor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos»; ahora ven al Jesús de siempre, aquel con el que “están” día a día, pero, eso sí, con un nuevo dato que completa el conocimiento que tenían de su Maestro no sólo es el Mesías, es además el Hijo de Dios.

Con ello los discípulos están siendo invitados a ver a Jesús bajo una nueva luz, a captarlo de una manera nueva.

Al descender de la montaña, es decir, al regresar a la vida cotidiana, Jesús ordena a sus discípulos silenciar el acontecimiento. Esta orden se levantará hasta que acontezca la resurrección. En el silencio y con la experiencia de la Cruz los discípulos podrán terminar de asimilar lo que vivieron en el Sinaí y que definirá en forma definitiva su fidelidad al Dios de la Alianza en el seguimiento de su Hijo Jesucristo.

Transfiguración y camino cuaresmal

La semana pasada contemplamos la escena de las tentaciones y nos descubrimos nosotros mismos confundidos por el enemigo; como Pedro que tiene certeza de que Jesús es el Mesías pero no acepta el camino de realización de esta vocación mesiánica previsto por Dios y que pasa por la Cruz.

Nos viene entonces muy bien la contemplación de la Transfiguración, que en la pedagogía cuaresmal nos hace vislumbrar la meta de esta experiencia de desierto: crecer en la conciencia de nuestra vocacional bautismal, por la que, en Cristo, somos hijos de Dios.

Con frecuencia nos acercamos a Jesús para pedirle, para presentarle nuestra necesidad, para que nos escuche, pero no lo escuchamos. Esta cuaresma tenemos la oportunidad de crecer como discípulos, ello implica ponernos a la escucha y aprender de Jesús a vivir una relación de intimidad con Dios y a obedecerlo.

Superar el escándalo de la cruz y tomar la cruz de cada día es otra de las enseñanzas del evangelio de este Domingo. Esto nos pide cambiar nuestra mentalidad triunfalista por una mentalidad y actitud más servicial y de entrega incondicional.

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