Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo (Jn 3,14-21)

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IV Domingo de Cuaresma – ciclo B

Este Domingo leemos, del evangelio de san Juan, la última parte del diálogo de Jesús con Nicodemo, el maestro de la ley, fariseo y miembro del Sanedrín, que buscó de noche a Jesús, luz verdadera que ha venido para iluminar al mundo (Jn 1,9).

El marco nocturno del encuentro de Nicodemo con Jesús tiene un profundo simbolismo. El hombre maduro, conocedor de la escritura, que goza del reconocimiento de todos, en las tinieblas se acerca a la luz. Esto nos lleva a pensar en quienes en medio de dudas, temores e incertidumbres, buscan a Dios con sincero corazón.

En el dinamismo de la fe y el amor

La luz de Cristo proviene de la Cruz signo visible del amor del Padre por la humanidad. El amor de Dios nos abre sus brazos en Jesús crucificado, iluminando hasta el fondo nuestro corazones y abriendo nuestra existencia a una vida nueva cuando, por la fe, le abrimos nuestro corazón.

Jesús dice a Nicodemo que para entrar en el Reino de Dios se necesita comenzar de nuevo: «el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios… El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (3,3.5). Con ello nos hace entender que la vida es un don, que como tal hay que reconocer y acoger. La peor pretensión del hombre es pensar que él mismo puede darse la vida. La autosuficiencia es pésima consejera.

Así se entiende el significado profundo del bautismo, que no es sólo una celebración ritual sino una experiencia existencial. Por el bautismo renacemos a una vida nueva, no en virtud de nuestro esfuerzo, sino por la obra de Dios en nosotros que sólo pide de nuestra parte creer en su Hijo. La vida nueva y la fe se relacionan estrechamente: «“Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios» (1 Jn 5,1)

El don de la vida en el crucificado

El pasaje comienza recordando un episodio dramático del camino del pueblo judío por el desierto cuando fue sorprendido por una plaga de serpientes venenosas. Las dificultades del camino hacen renegar al pueblo y arrepentirse de haber emprendido el camino de liberación querido por Dios. En el fondo aparece el miedo a la muerte y el afán de asegurar y mantener la vida con el propio esfuerzo.

Cuando aparecen las serpientes venenosas el fin es inevitable. No hay nada que se pueda hacer. Entonces interviene Dios a través de Moisés que «hizo una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y este miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida” (Ex 21,9). Fue Dios quien salvó la vida de su pueblo ante la fatalidad.

Este signo evocado por Jesús en su diálogo con Nicodemo aclara el significado de la Cruz: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna”. El crucificado no es un caído en desgracia, es el signo de Dios que se convierte en fuente de vida cuando se levanta la mirada y se le reconoce como salvador.

Jesús muere en la cruz para darnos vida. Él es nuestra vida y la vida la obtenemos creyendo en Él y reconociendo en Él el amor desmedido de Dios porque «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (3,16).

Para el que no tiene fe la cruz es un signo de sometimiento, castigo, derrota y muerte, de abandono de Dios y de crueldad humana. El que tiene fe, reconoce que Dios ha enviado a Jesús para darnos vida y así la Cruz adquiere otro significado, es símbolo de un amor sin límites que manifiesta la grandeza del amor de Dios que entrega a su Hijo y la grandeza del amor del Hijo que entrega su vida para darnos vida.

Esto nos hace entender lo que es el amor: interés por el otro, participación en su realidad, solicitud y preocupación en sus necesidades, ser y hacer todo por quien se ama; querer su bien, favorecerlo en todas las formas posibles. A quien ama, el camino y destino de la persona amada no le son indiferentes al grado de comprometer toda su existencia para que viva con gozo y plenitud.

Y esto es lo que hace Dios con nosotros. Nos ama. Esto significa que no nos abandona a nuestra suerte, que se preocupa por nosotros, quiere nuestra salvación, por ello nos envía a su Hijo, no para juzgar al mundo ni para condenarlo sino para que el mundo se salve por él (cf. 3,17).

El amor de Dios es tan grande que nos da a su Hijo, no lo reserva para si mismo; le confía la misión  de acercarnos su amor exponiéndolo a la crueldad de quienes prefieren vivir encerrados en su egoísmo o en su autosuficiencia, por lo que deciden deshacerse de Él. ¿Alguien puede tener un amor más grande? Y el amor del Hijo es tan grande como el del Padre, viene a ocuparse personalmente de nosotros, a mostrarnos el camino de la salvación, a unirnos a Él para hacernos participar de la vida divina.

La respuesta humana: vivir como hijos de la luz o de las tinieblas

Dios nos procura la salvación, pero no lo hace sin nosotros ni contra nuestra voluntad. Acoger la salvación de Dios nos pide abrirnos a su amor, tomarlo en serio y creer en su Hijo, el Crucificado.

El único signo de que aceptamos a Dios y acogemos con sinceridad el don de su amor es recibir a su Hijo Jesucristo. Así como Dios hizo depender en el desierto la salvación de un gesto voluntario de quienes eran mordidos por las serpientes: volver su mirada a la serpiente levantada por Moisés, de la misma manera, hace depender la novedad de la vida que nos ofrece de la aceptación de nuestra fe al don de su Hijo.

Sin embargo, no se excluye el rechazo. Hay quienes prefieren las tinieblas a la luz y tienen razones sencillas de entenderse. Quien hace el mal, prefiere las tinieblas y evita instintivamente la luz. En cambio, quien hace el bien, prefiere la luz, no huye de ella, no tiene nada que esconder.

La Palabra este domingo nos presenta el dilema de la coherencia para el que cree. Quien es de la luz hace el bien, quien es de las tinieblas hace el mal. Hacer el bien es hacer las cosas según Dios, escuchándolo y buscando con sinceridad hacer su voluntad. Hacer el mal es actuar siguiendo los criterios del propio egoísmo y deseo, incluso cuando estos se oponen a la voluntad de Dios. En el fondo, la disyuntiva es vivir encerrados en nosotros mismos o definir nuestra vida por el amor. Quien se busca a si mismo se cierra a Dios y a la vida. En cambio, quien se decide por Dios, amando a los demás, está siempre abierto a la luz de su amor.

En pocas palabras…

En el dinamismo de la fe, el primer paso lo da Dios dándonos la mas grande prueba de amor enviándonos a su Hijo, quien por amor aceptó la muerte en Cruz para darnos vida abundante. El segundo paso implica recibir este don de Dios. Aceptar vivir en la luz. Rechazar las tinieblas. Al hacerlo, cada persona vuelve a nacer, se sumerge  (bautiza) en la vida de Dios y este nuevo nacimiento conduce al sentido y a la plenitud del propio ser; a vivir amando, haciendo el bien y dejando sentir a todos el gran amor que Dios nos tiene; a vivir la vida que no se acaba.

Dios ya dio el primer paso. Basta contemplar al crucificado. El segundo paso es decisión nuestra. Que esta cuaresma nos sea propicia para purificar nuestra fe y aceptar de manera decidida el don del amor de Dios en nuestra vida que nos compromete a ser fuente de vida y amor para los demás.

1 comentario en “Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo (Jn 3,14-21)”

  1. Me gusto mucho el mensaje de este pasaje del evangelio, importante siempre formarnos en la fe para seguir el camino dentro de la luz que nos da la palabra de Jesus

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