Este es mi Hijo amado; escúchenlo

Cuaresma

Domingo de la II semana

En aquel tiempo, Jesús tomó aparte a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a un monte alto y se transfiguró en su presencia. Sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr sobre la tierra. Después se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro le dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. En realidad no sabía lo que decía, porque estaban asustados.

Se formó entonces una nube, que los cubrió con su sombra, y de esta nube salió una voz que decía: “Este es mi Hijo amado; escúchenlo”.

En ese momento miraron alrededor y no vieron a nadie sino a Jesús, que estaba solo con ellos.

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos guardaron esto en secreto, pero discutían entre sí qué querría decir eso de ‘resucitar de entre los muertos’.Palabra del Señor. 

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La liturgia de este segundo domingo de Cuaresma está como dominada por dos montañas que se destacan por su altura, fascinantes y terribles, frente a nuestra vida cotidiana: el Monte Moriá y el Monte Tabor, la montaña de la prueba de Abrahán y la montaña de la transfiguración de Jesús. 

El libro del Génesis nos presenta ese viaje de tres días que afronta el patriarca hacia la cima de la prueba: es el paradigma de todo itinerario de fe y del propio camino de Cuaresma. Abrahán debe renunciar a su paternidad para apoyarse únicamente en la Palabra de Dios. No es su hijo, Isaac, quien le asegura su posteridad, sino solo la Palabra del Señor; y Dios le pone a prueba dándole la posibilidad de la destrucción de sus descendientes. 

Después de la prueba, Abrahán recibe a Isaac ya no como hijo de su carne, sino de la promesa divina. Él, que había renunciado a Isaac, le encuentra de nuevo y puede regocijarse como aquel padre misericordioso de la parábola del Evangelio que exclamó: «Había muerto y ha vuelto a la vida». Abrahán acoge a Isaac si le hubiera sido devuelto por Dios, ofreciéndonos un ejemplo de fe que hará que le veneren las generaciones futuras de judíos, cristianos y musulmanes como «Padre de todos los creyentes» . ¡Que la fe de Abrahán nos acompañe en nuestra peregrinación diaria! 

La montaña de la Transfiguración, que la tradición sucesiva identificará con el Tabor, se presenta como punto culminante de la vida de Jesús con los discípulos; y el Señor nos toma y nos lleva consigo a la montaña, como lo hizo con los tres discípulos más íntimos, para vivir con él la experiencia de la comunión con el Padre; una experiencia tan profunda que transfigura su rostro, su cuerpo y hasta sus vestidos. A veces uno olvida que también Jesús tuvo su itinerario espiritual. Ascenso al monte también hubo para Jesús, como para Abrahán , Moisés, Elías y para cada creyente. Jesús sintió la necesidad de subir al monte, es decir, de encontrarse con el Padre. El Tabor fue uno de ellos. 

Podemos ver en la Transfiguración también la liturgia dominical a la que todos estamos invitados para vivir, unidos a Jesús, el momento elevado de la comunión con Dios; y es precisamente durante la santa liturgia cuando podemos repetir las mismas palabras de Pedro: «Rabbí , qué bien se está aquí. Vamos a hacer tres tiendas…». 

Para la comunidad cristiana, para cada creyente, basta con Jesús; sólo Él es el tesoro, la riqueza, la razón de nuestra vida y de la Iglesia misma. Aquella tienda que Pedro quería construir con sus manos, en realidad la había construido Dios mismo cuando «la Palabra se hizo carne , y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1, 14); y en cada liturgia aquella tienda de Dios nos hospeda de nuevo. Santo Tomás decía de la Eucaristía que es el lugar donde se construye la Iglesia.


[1] V. Paglia, Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día. 2021

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