El que se ama a sí mismo, se pierde

Cuaresma

Domingo de la V semana

Entre los que habían llegado a Jerusalén para adorar a Dios en la fiesta de Pascua, había algunos griegos, los cuales se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le pidieron: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”.

Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe se lo dijeron a Jesús y él les respondió: “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado. Yo les aseguro que si el grano de trigo, sembrado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna.

El que quiera servirme, que me siga, para que donde yo esté, también esté mi servidor. El que me sirve será honrado por mi Padre.

Ahora que tengo miedo, ¿le voy a decir a mi Padre: ‘Padre, líbrame de esta hora’? No, pues precisamente para esta hora he venido. Padre, dale gloria a tu nombre”. Se oyó entonces una voz que decía: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”.

De entre los que estaban ahí presentes y oyeron aquella voz, unos decían que había sido un trueno; otros, que le había hablado un ángel. Pero Jesús les dijo: “Esa voz no ha venido por mí, sino por ustedes. Está llegando el juicio de este mundo; ya va a ser arrojado el príncipe de este mundo. Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Dijo esto, indicando de qué manera habría de morir. Palabra del Señor.

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«Queremos ver a Jesús». Ésta es la petición de algunos griegos que habían subido al culto durante la fiesta.  «Queremos ver» a ese maestro que habla como nunca un hombre lo había hecho. 

 «Queremos ver» al que tiene misericordia de los pecadores, que no ha venido a juzgar sino a salvar al mundo. 

«Queremos ver a Jesús».  Es la petición de nuestro mundo extraviado, confuso, marcado por la violencia y la guerra, arrastrado por las razones del conflicto que endurecen los corazones, que siembran la enemistad, que arman las manos y las mentes de tantos.

«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto», dice Jesús. Para él no bastaba venir a la tierra, aunque esto ya mostraba su increíble amor por los hombres; quería donar toda su vida hasta el final. No es que Jesús buscase la muerte; al contrario, tenía miedo de morir. 

En la Carta a los Hebreos, que leemos como segunda lectura, está escrito que Cristo, «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente». Sin embargo -y aquí está el gran misterio de la cruz- la obediencia al Evangelio y el amor por los hombres fueron para Jesús más preciosos que su propia vida. No había venido a la tierra para «quedar él solo», sino para dar «mucho fruto». 

Y el camino para dar fruto lo indica con las siguientes palabras: «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardara para una vida eterna». Es una frase que parece incomprensible, y en ciertos aspectos lo es porque resulta totalmente ajena al sentir común. Todos amamos conservar la vida, custodiarla, preservarla. Nadie se ve empujado a «odiarla», corno parece en cambio sugerir el texto evangélico; basta pensar en los cuidados que proporcionamos a nuestro cuerpo y en las atenciones que le reservamos. 

El sentido de los dos términos -amar y odiar- debe entenderse a la luz de la propia vida de Jesús, de su modo de comportarse, de querer, de entregarse. Jesús ha vivido toda la vida amando a los hombres más que a sí mismo, y la cruz es la hora en que este amor se manifiesta con mayor claridad. La vida de cada uno de nosotros es como un grano que puede dar frutos extraordinarios, incluso más allá de nuestra existencia tan breve y de nuestras capacidades tan limitadas.

La opción de Jesús no es indolora; su amor no es un sentimiento vacío una sensación, sino una elección fuerte, apasionada, que afronta el mal porque es más fuerte que el mal. «lleno de horror», «triste hasta el punto de morir». ¡Pobre Jesús! Frente al mal se queda turbado, como todo hombre, pero no huye lejos buscando una situación nueva, no se refugia en las cosas por hacer, no descarga la responsabilidad sobre otros, no hace pactos con el enemigo, no maldice, no se engaña con la fuerza de la espada. Jesús se encomienda al Padre, que lo ha mandado para salvar a los hombres. 

La victoria sobre la turbación ni es el fatalismo o el coraje, sino la confianza en el amor del Padre que da gloria, es decir, la plenitud de lo que cada uno es. Dice Jesús: «¿Qué voy a decir?¡Padre, líbrame de esta hora!» No, Jesús se confía al Padre. Podríamos también nosotros hacer lo mismo en la hora del dolor, de la tristeza, de las tinieblas, para que en nuestra debilidad se vea la gloria de Dios, es decir, que se manifieste la fuerza extraordinaria del amor. 

Y el Padre no dejó de hacer oír su voz, que vino del cielo: «Le he glorificado y de nuevo le glorificaré». Jesús explica a la gentr que aquella voz había venido para ellos y no para él. Es la voz del Evangelio, que nos impulsa a abrir los ojos, a no dejar las cosas para mañana, sino a entender hoy el secreto de ese grano que muere para dar fruto. (Paglia (2018), p. 138-139)


[1] V. Paglia, Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 138-139

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