Tiempo Ordinario
Sábado de la III semana
Textos
+ Del evangelio según san Marcos (4, 35·41)
Un día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla del lago”. Entonces los discípulos despidieron a la gente y condujeron a Jesús en la misma barca en que estaba. Iban además otras barcas. De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua. Jesús dormía en la popa, reclinado sobre un cojín.
Lo despertaron y le dijeron: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” El se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: “¡Cállate, enmudece!” Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma. Jesús les dijo: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?” Todos se quedaron espantados y se decían unos a otros: “¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?” Palabra del Señor.
Mensaje[1]
El Evangelio de Marcos continúa presentándonos a Jesús que camina por las calles de los hombres. Hay en él una urgencia por comunicar el Evangelio a todos. Por ello no se detiene en lugares que son tal vez más seguros y ciertos.
Dice a los discípulos: «Pasemos a la otra orilla». En el Evangelio de Marcos la otra orilla representa el mundo de los paganos, de los que están lejos de la fe en el Dios de Israel. Los discípulos no habrían ido solos, como a nosotros nos cuesta ir hacia quienes creemos lejanos o no adecuados para acoger el Evangelio de Jesús.
Todos conocemos la tentación de quedarnos en los horizontes que nos resultan habituales. Jesús nos ensancha el corazón y la mente desde el comienzo. Hay un ansia de universalidad que Jesús comunica a los discípulos Y que, a lo largo de los siglos, se manifiesta con diferente intensidad. Hoy, en un mundo globalizado, esta urgencia es aún más evidente.
Es verdad que los hombres se han acercado, pero no por esto son mas fraternos y solidarios. Es indispensable «pasar a la otra orilla», la de los corazones y las culturas de los pueblos. Se nos pide acoger la invitación de Jesús como la acogieron aquellos primeros discípulos. Escribe Marcos: «despidieron a la gente y condujeron a Jesús en la misma barca en que estaba». Durante la travesía, como a menudo sucedía en ese lago, se desencadena una fuerte tempestad.
Es fácil leer en este comentario del evangelista las muchas tempestades que se abaten sobre los pueblos en este tiempo nuestro, tempestades que descomponen la existencia de muchos. No se trata desde luego de nuestras pequeñas agitaciones psicológicas. En el grito de los apóstoles sentimos el eco del de muchos hombres y mujeres cuya existencia es arrollada por las olas adversas del mal.
Muchas veces, este grito recoge también la impotencia y la resignación de quien, arrollado por las tempestades de la vida, cree que el Señor está lejos, que duerme o no vela. Es un grito que las comunidades cristianas deben recoger, deben hacer suyo y transformarlo en oración al Señor para que, como en aquella ocasión, se levante, increpe a los vientos y diga al mar: «¡Calla, enmudece!». Y que los hombres y las mujeres golpeados duramente por el mal puedan alcanzar la otra orilla, la de la paz. Y que nosotros alcancemos con Jesús la otra orilla de los que esperan el Evangelio y la salvación. (Paglia, p. 77-78)
[1] V. Paglia, Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 77-78