EL Bautismo del Señor. Ciclo B
Textos
† Del evangelio según san Marcos (1, 7-11)
En aquel tiempo, Juan predicaba diciendo: “Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias.
Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.
Por esos días, vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Al salir Jesús del agua, vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía sobre él. Se oyó entonces una voz del cielo que decía: “Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias”. Palabra del Señor.
Mensaje[1]
La fiesta de hoy es otra Navidad, otra Epifanía. Hoy es la fiesta del bautismo, la fiesta de los que Él hace hijos. Podríamos decir que es la fiesta del cielo que se abre sobre la tierra.
Para nosotros es la tercera vez que, en pocos días, se abren los cielos y podemos escuchar la voz que nos indica al Hijo predilecto de Dios, el Salvador nuestro y del mundo entero. Se han abierto los cielos y el Espíritu Santo se ha posado sobre él, como una paloma que finalmente encuentra su nido. Se podría decir que el Poder de Dios ha encontrado por fin su casa. No es que el Espíritu del Señor no estuviera antes. Estaba desde la creación cuando: «un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas» ( Gn 1, 2); y después siguió estando presente en los hombres santos y espirituales, en los profetas, en los justos, en los testigos de la caridad, tanto de Israel como de las demás religiones. Pero en Jesús el Espíritu encuentra su morada plena y definitiva. De hecho, desde aquel momento empieza un hecho absolutamente nuevo y único.
Después del Bautismo Jesús comienza a hablar. Se podría decir que salió del agua con una vocación nueva. En el día del Bautismo nació a una nueva vida, a una misión nueva: ya no tuvo más tiempo de pensar en sí, en sus seres queridos, en su casa, en sus preocupaciones de siempre. Apenas bautizado, Jesús salió del agua y se abrieron los cielos y una voz desde el cielo dijo: «Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco». Con la predicación de Jesús después del bautismo, Dios se hace más cercano, el futuro de paz ya no es inalcanzable, la esperanza no se ha terminado, el hombre no está aplastado sobre la tierra, no es prisionero de su destino. Cada uno de nosotros se convierte en hijo, amado y custodiado. Los discípulos del Señor no se vuelven autónomos, obligados a confiar en sus fuerzas, tristemente autosuficientes, desconfiados y temerosos del otro. Ellos son ante todo hijos de un Padre bueno. Y tienen muchos hermanos, los de la fe. Y todos amados, es más, predilectos.El amor de Dios es personal, único, sin otro fin más que el del amor con ÉL Este es el futuro que Dios hace ya presente y que ofrece a todos, especialmente a aquellos cuya vida parece haber perdido todo valor e importancia. El cristiano no es nunca hijo único, porque Dios es Padre de todos. Cada bautizado recibe hermanos y hermanas. Y está llamado a ser hermano, es decir, a enriquecer la fraternidad, a tejer amistad, a cultivar la solidaridad. No es fácil ser hermanos y hermanas. A veces parece más fácil estar solos. El cristiano está llamado a abrir la vida cotidiana con el amor, que es de Dios. Y la vida se vuelve santa cuando escuchamos al Señor, cuando la amistad nos lleva junto al otro, cuando un anciano que está solo es sostenido, cuando una lágrima es consolada, cuando un pobre se siente llamado por su nombre y es ayudado, cuando un enfermo es visitado, cuando gestos buenos llegan a quien está solo y le hacen sentirse amado. Hoy, a todos nosotros que hemos vuelto a ser niños en la pila bautismal, generados como hijos, el Señor no nos pide grandes discursos o promesas, tan sólo un corazón capaz de dejarse querer para aprender de Dios, padre bueno, a amar a todos.
[1] V. Paglia, Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 52-53