Tiempo Ordinario
Martes de la XI semana
Textos
† Del evangelio según san Mateo (5, 43-48)
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Han oído ustedes que se dijo: Ama a tu projimo y odia a tu enemigo; yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos.
Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen eso mismo los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso mismo los paganos? Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto”. Palabra del Señor.
Mensaje
El imperativo «sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto» es la conclusión de la serie de antítesis entre la antigua Ley y la novedad de vida según el Reino de Dios.
Jesús, nos pide ir más allá de las exigencias mínimas de la justicia, orientándonos, con Él, al máximo de la Caridad; para que nos sea posible nos comparte su secreto: la medida de su comportamiento y lo que inspira a ir más allá de la Ley es la perfección de Dios Padre.
Ésta tiene que ver en primer lugar con su magnánimo amor en el que no hay estrechez ni mezquindad ni discriminación sino espacio para todos: Él «hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos». Para todos irradia vida y bendición.
Por eso hay que superar el mandamiento del amor restringido al círculo estrecho de los compatriotas y los de la propia familia. Jesús manda amar al enemigo: «Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian». Es fácil amar donde hay armonía y afinidad, donde el otro no invade mi terreno ni sus compartimientos son una amenaza para mí. Lo difícil es amar a quien no se merece mi amor, a quien nos hizo una mala jugada y nos ha dado suficientes motivos para no volver a confiar en él.
Nuestro parámetro es el corazón de Dios Padre y no el mezquino corazón humano que busca siempre que se firmen garantías para poder abrirse, no hay otra alternativa. Puesto que un hijo se parece a su papá, no sólo físicamente sino en sus actitudes, así un hijo de Dios –en Jesús- está llamado a transparentar en todos sus comportamientos el amor perfecto de Dios Padre.
En esto se diferencia un discípulo de Jesús de un no convertido: sea publicano o gentil. Para dilatar el corazón hay que poner la mirada en la perfección del Padre Dios que nos amó primero, y no fue precisamente por que fuéramos buenos o justos.
La vida nueva que nos ofrece no es mérito nuestro es pura gratuidad suya, a la que sólo podemos corresponder reconociendo su bondad y proyectándola desde nuestro corazón y gratuitamente a quienes están junto a nosotros incluso en situaciones de enemistad.