¿Quién es el más grande en el Reino de los cielos?

Tiempo Ordinario

Martes de la XIX semana

En cierta ocasión, los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: “¿Quién es el más grande en el Reino de los cielos?” Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo: “Yo les aseguro a ustedes que si no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí.

Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, pues yo les digo que sus ángeles, en el cielo, ven continuamente el rostro de mi Padre, que está en el cielo.

¿Qué les parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿acaso no deja las noventa y nueve en los montes, y se va a buscar a la que se le perdió? Y si llega a encontrarla, les aseguro que se alegrará más por ella, que por las noventa y nueve que no se le perdieron. De igual modo, el Padre celestial no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños”. Palabra del Señor.

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Jesús se dispone a subir hacia Jerusalén, donde le espera la muerte y la resurrección. El evangelista indica que en aquel momento se acercaron a Jesús los discípulos y le preguntaron: «¿Quién es el más grande en el Reino de los cielos?». Es una pregunta que denota su lejanía del maestro. Marcos, en un pasaje paralelo, presenta la misma escena: es una situación que continúa repitiéndose también hoy entre los discípulos: ¡cuántas veces olvidamos el Evangelio porque estamos preocupados solo por nosotros mismos.

Jesús tomó a un niño y lo puso «en medio de ellos», en el centro de la escena, y dirigiéndose a los discípulos, dijo: «Yo les aseguro a ustedes que si no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos ». Con estas palabras empieza el cuarto largo discurso de Jesús a los discípulos, que es una espléndida reflexión sobre la vida de la comunidad cristiana. 

El inicio ya es paradójico: el discípulo no es como un adulto, un hombre maduro, como habríamos pensado nosotros, sino un niño, un pequeño que necesita ayuda y apoyo, un hijo. El discípulo es un hijo, y debe serlo siempre, es decir, alguien que necesita ayuda, protección y compañía. Solo quien es hijo puede ser al mismo tiempo padre en la comunidad de creyentes. 

En el Reino de Dios somos siempre hijos. Jesús nos advierte de que no despreciemos a los discípulos, a los pequeños, pues sus ángeles están siempre ante Dios. Es decir, Dios los protege. Y precisamente en ese mismo sentido va la extraordinaria parábola de la oveja perdida que narra Jesús para enseñar de qué calibre es el amor de Dios por sus hijos. Hace lo imposible para que ninguno de sus pequeños se pierda. 

Es esa una dimensión que debería recuperar preponderancia en las comunidades cristianas: el primer puesto debe ocuparlo la preocupación por la salvación de los hermanos y las hermanas. Antes se decía que la primera tarea de los sacerdotes -quizá habría que decirlo de toda la comunidad cristiana- era la «salvación de las almas». Debe volver a ser así, porque esa es la preocupación misma de Dios. 


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 312-313.

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