¿Qué quieres que haga por ti?

Tiempo Ordinario

Lunes de la XXXIII semana

En aquel tiempo, cuando Jesús se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado a un lado del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello, y le explicaron que era Jesús el nazareno, que iba de camino. Entonces él comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!” Los que iban adelante lo regañaban para que se callara, pero él se puso a gritar más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” Entonces Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran.

Cuando estuvo cerca, le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” El le contestó: “Señor, que vea”. Jesús le dijo: “Recobra la vista; tu fe te ha curado”.

Enseguida el ciego recobró la vista y lo siguió, bendiciendo a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios. Palabra del Señor.

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Jesús está a punto de terminar su viaje. Ya está cerca de Jericó, la última ciudad antes de Jerusalén. Y el evangelista parece querer anticipar la entrada a Jerusalén. A las puertas de la ciudad hay un ciego que pide limosna que, al oír el alboroto de la gente, pregunta qué está pasando. Le hiceron saber que está pasando Jesús de Nazaret. Aquel hombre necesita a alguien que le hable de Jesús; él solo no ve. 

En realidad, todos necesitamos que alguien nos hable de Jesús porque nosotros, que tendemos a centrarnos en nosotros y en nuestras cosas, estamos como ciegos. Y no solo porque nos cueste levantar los ojos de nosotros mismos, sino que en este caso, sin que la Iglesia nos hable de Jesús no podemos verle. 

Aquel día, aquel ciego comprendió que Jesús no pasaría de largo y que podía curarlo. Por eso de inmediato se pone a rogar, o mejor dicho, a gritar. Era una oración sencilla, una oración, precisamente, a gritos, pero auténtica, porque nacía de la necesidad: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Por desgracia, como pasa todavía hoy a menudo, la gente intenta hacerle callar, tal vez para no importunar a aquel Maestro que no podía perder tiempo con alguien tan insignificante como él. Pero aquel ciego ruega, o mejor dicho, grita más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». 

Jesús se para y pide que le lleven ante aquel ciego. Ahora están frente a frente. Jesús ve más allá de aquellos ojos cerrados a la luz y llega hasta el corazón. Y lo interpela. Entabla un diálogo con el corazón del ciego. Sí, encontrarse personalmente con Jesús es indispensable para que se abran los ojos de aquel ciego, para que en nuestro corazón entre la luz, para que el alma de los discípulos se abra a la salvación. 

En el encuentro entre nosotros y Jesús se realiza la curación. Jesús, como reconociendo la iniciativa del ciego, le dice: «Recobra la vista; tu fe te ha curado». Aquel ciego empieza a ver y ve también con los ojos del corazón, porque empieza a seguirlo. No se queda solo disfrutando su curación. No; comprende que debe participar en la curación del mundo para que los hombres vean la misericordia de Dios y se conviertan a Él. Aquel ciego encarna al creyente, a aquel que reconoce su ceguera, reza con fe al Señor, se deja curar y sigue al Maestro. Es un ejemplo para todos nosotros.


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 421-422

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