Por el daño que hice a Jerusalén muero en tierra extraña, lleno de tristeza

Tiempo Ordinario

Sábado de la XXXIII semana

Cuando recorría las regiones altas de Persia, el rey Antíoco se enteró de que había una ciudad llamada Elimaida, famosa por sus riquezas de oro y plata.

En su riquísimo templo se guardaban los yelmos de oro, las corazas y las armas dejadas ahí por Alejandro, hijo de Filipo y rey de Macedonia, que fue el primero que reinó sobre los griegos.

Antíoco se dirigió a Elimaida, con intención de apoderarse de la ciudad y de saquearla.

Pero no lo consiguió, porque al conocer sus propósitos, los habitantes le opusieron resistencia y tuvo que salir huyendo y marcharse de ahí con gran tristeza, para volverse a Babilonia.

Todavía se hallaba en Persia, cuando llegó un mensajero que le anunció la derrota de las tropas enviadas a la tierra de Judá. Lisias, que había ido al frente de un poderoso ejército, había sido derrotado por los judíos. Estos se habían fortalecido con las armas, las tropas y el botín capturado al enemigo. Además, habían destruido el altar pagano levantado por él sobre el altar de Jerusalén. Habían vuelto a construir una muralla alta en torno al santuario y a la ciudad de Bet-Sur.

Ante tales noticias, el rey se impresionó y se quedó consternado, a tal grado, que cayó en cama, enfermo de tristeza, por no haberle salido las cosas como él había querido.

Permaneció ahí muchos días, cada vez más triste y pensando que se iba a morir. Entonces mandó llamar a todos sus amigos y les dijo: “El sueño ha huido de mis ojos y me siento abrumado de preocupación. Y me pregunto: ‘¿Por qué estoy tan afligido ahora y tan agobiado por la tristeza, si me sentía tan feliz y amado, cuando era poderoso? Pero ahora me doy cuenta del daño que hice en Jerusalén, cuando me llevé los objetos de oro y plata que en ella había, y mandé exterminar sin motivo a los habitantes de Judea.

Reconozco que por esta causa me han sobrevenido estas desgracias y que muero en tierra extraña, lleno de tristeza’ ”. Palabra de Dios.

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Durante su campaña con Persia, Antíoco recibió las noticias sobre las numerosas derrotas que sufrió su ejército a manos de los judios, que no solo humillaron a su ejército, sino que recuperaron Jerusalén y restauraron el templo. Al rey le afectaron profundamente aquellas noticias: según destaca el autor no solo se asustó, sino que incluso cayó enfermo y de deprimió.

El autor destaca en tres ocasiones el estado de ánimo del rey añadiendo en cada ocasión un adjetivo: «intensa agitación», «profunda tristeza» y «gran tribulación». Las dolorosas derrotas llevaron al rey a reflexionar sobre su pasado. Y en una especie de confesión de los pecados llegó a reconocer las causas de sus males, a saber, el saqueo del templo que promovió y las masacres que ordenó un emisario suyo.

En realidad, el origen de todo aquello era el afán de riquezas que le había hecho impulsar acciones malvadas. La riqueza corrompe el corazón tanto del creyente como del que no lo es. En este caso fue Antíoco, quien se corrompió a causa de la riqueza. Pero a lo largo de la narración, los hijos de Matatías, a diferencia de su padre, se dejarán corromper por el oro y la plata, y todos terminarán su vida de manera violenta. 

Los profetas ya habían arremetido contra la sumisión al dinero. Jesús, que cumple las Escrituras, advierte claramente: «Ningún criado puede servir a dos señore, porque aborrecerá al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt 6, 24). En la actual cultura materialista estas palabras, ilustradas por el ejemplo de Antíoco, resuenan aún más fuerte para que nos alejemos de codicia.


[1] Paglia, Vincenzo. La Palabra de Dios cada día – 2023. Edición en español. pp. 404-405.

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