Ni en Israel he hallado una fe tan grande

Tiempo Ordinario

Lunes de la XXIV semana

En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar a la gente, entró en Cafarnaúm. Había allí un oficial romano, que tenía enfermo y a punto de morir a un criado muy querido. Cuando le dijeron que Jesús estaba en la ciudad, le envió a algunos de los ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su criado. Ellos, al acercarse a Jesús, le rogaban encarecidamente, diciendo: “Merece que le concedas ese favor, pues quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido unasinagoga”. Jesús se puso en marcha con ellos.

Cuando ya estaba cerca de la casa, el oficial romano envió unos amigos a decirle: “Señor, no te molestes, porque yo no soy digno de que tú entres en mi casa; por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente a verte.

Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano. Porque yo, aunque soy un subalterno, tengo soldados bajo mis órdenes y le digo a uno: ‘¡Ve!’, y va; a otro: ‘¡Ven!’, y viene; y a mi criado: ‘¡Haz esto!’, y lo hace”.

Al oír esto, Jesús quedó lleno de admiración, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: “Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande”.

Los enviados regresaron a la casa y encontraron al criado perfectamente sano. Palabra del Señor. 

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Un centurión romano, un pagano, a pesar de ser el representante del imperio opresor, tiene una atención especial para con los judíos, hasta el punto de que las ha ayudado a construir la sinagoga de la ciudad. Está muy preocupado por la grave enfermedad que sufría uno de sus siervos. Sabe que, por ser considerado pagano por los judíos, no puede atreverse a acercarse a aquel maestro. Por eso les pide a algunos notables judíos de la ciudad que intercedan ante Jesús y le pidan que cure a aquel siervo suyo; aquellos hombres fueron a donde Jesús, intercedieron por el centurión para quien tuvieron palabras de gran estima a causa de su ayuda a la ciudad. 

En este soldado romano sobresalen tres actitudes: el amor por su siervo -lo trata como a un hijo-, la gran confianza en el joven profeta de Nazaret y la indignidad que siente ante Jesús. 

Mientras Jesús se acerca a su casa, envía a otros amigos a decirle que no se moleste más. Su fe le hace pronunciar aquellas palabras que todos los cristianos todavía hoy repetimos durante la Misa: «Señor, no te molestes, porque yo no soy digno de que tú entres en mi casapor eso ni siquiera me atreví a ir personalmente a verte. Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano». 

Aquel centurión, pagano, se convierte en la imagen del verdadero creyente, es decir, aquel que reconoce su indignidad y que cree en la fuerza de la palabra de Jesús: basta una sola palabra suya para salvar y ser salvado. Por el contrario, nosotros estamos obsesionados por multiplicar las palabras pensando que nuestras palabras mueven el corazón del Señor o cambian las cosas.

Jesús es la «Palabra» del Padre: él es quien cura, quien salva. Las palabras que salen de la boca de Jesús tienen la fuerza de Dios y de su amor sin límites.


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 349-350.

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