Llamó Jesús a los Doce, los envió

Tiempo Ordinario

Jueves de la IV semana

En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce, los envió de dos en dos y les dio poder sobre los espíritus inmundos. Les mandó que no llevaran nada para el camino: ni pan, ni mochila, ni dinero en el cinto, sino únicamente un bastón, sandalias y una sola túnica.

Y les dijo: “Cuando entren en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar.

Si en alguna parte no los reciben ni los escuchan, al abandonar ese lugar, sacúdanse el polvo de los pies, como una advertencia para ellos”. Los discípulos se fueron a predicar el arrepentimiento. Expulsaban a los demonios, ungían con aceite a los enfermos y los curaban. Palabra del Señor.

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Jesús llamó a los doce y los envió. Estos dos verbos -llamar y enviar- se puede decir que resumen toda la identidad del discípulo Y de toda comunidad cristiana. El Concilio Vaticano II habla con claridad de esta misión que se confía a toda la Iglesia: «La Iglesia peregrina es por su misma naturaleza misionera… y es responsabilidad de cada discípulo de Cristo difundir, en la medida que le sea posible, la fe». El cristiano, por tanto, es ante todo alguien que es llamado, un convocado por Dios. 

El llamamiento siempre es para prestar el servicio de comunicar, con las palabras y con la vida, el Evangelio de Jesús hasta los confines de la tierra. Y cada uno puede encontrar la santidad. Todos los llamamientos del Señor son una invitación a acoger la misión que nos hace ir siempre más allá de nosotros mismos, más allá de los límites que cada uno traza en su vida. De hecho, a nosotros nos parece natural trazar límites, a poder ser claros y definitivos: entre nosotros y los demás, entre lo que creemos que es posible hacer y lo que creemos que no lo es. Ese instinto de trazar límites nace del miedo: queremos estar tranquilos y seguros, evitando lo desconocido y lo que no es familiar para nosotros.

No pasa lo mismo con Jesús. Él dejó el cielo para venir entre nosotros, y no porque fuéramos justos, sino porque somos pecadores. Por eso Jesús no puede aceptar ni límites ni particularismos. El horizonte de Jesús es el mundo entero. Nadie es ajeno a sus preocupaciones. Para el Señor todos deben ser amados y salvados. Jesús invita a sus discípulos a llevar únicamente el bastón del Evangelio y las sandalias de la misericordia para recorrer los caminos de los hombres predicando la conversión del corazón y curando las enfermedades. 

Para entrar en las casas de los hombres, es decir, en la morada más delicada e íntima que tienen, que es el corazón, no hacen falta armas específicas. Los discípulos, indefensos y pobres, deben ir de dos en dos para que su primera predicación sea el ejemplo del amor mutuo. Además, Jesús había dicho: «En esto conocerán todos que son mis discípulos: si se aman los unos a los otros». 

Así pues, ricos solamente de la misericordia de Dios y del Evangelio, los cristianos podrán abatir los muros de división y liberar los corazones de los hombres de los límites y de los pesos que los oprimen. Ante esta tarea, fascinante y terrible, no podemos echamos atrás. 


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 280-281.

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