Tiempo Ordinario
Viernes de la XXXIII semana
Mi casa es casa de oración
Textos
† Del evangelio según san Lucas (19, 45-48)
Aquel día, Jesús entró en el templo y comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban allí, diciéndoles: “Está escrito: Mi casa es casa de oración; pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones”.
Jesús enseñaba todos los días en el templo. Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y los jefes del pueblo intentaban matarlo, pero no encontraban cómo hacerlo, porque todo el pueblo estaba pendiente de sus palabras. Palabra del Señor.
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Mensaje[1]
Jesús, a sabiendas de lo que le esperaba en Jerusalén, no huyó, entró en la ciudad santa y se dirigió al templo. Dentro de aquellos muros estaba el corazón de Jerusalén, el lugar de la presencia de Dios.
Por desgracia, el afán de ganancias había invadido también aquel espacio dedicado a Dios y a la oración. Aquella casa se había convertido en un mercado, en un centro de negocios. Era evidente que ya no era la casa donde se mostraba el amor gratuito de Dios por su pueblo. Más bien se mostraba que el espíritu mercantil había contaminado incluso la relación con Dios.
El templo se había convertido en el reflejo de la situación del mundo: un lugar esclavo del materialismo, de la vida entendida como mercado, como compraventa. Para muchos, incluso hoy, lo que importa en la vida es comprar y vender, adquirir y consumir. La ley del mercado ha pasado a ser la nueva religión, con sus templos, sus ritos y sus altares en los que se sacrifica todo.
Jesús, enojado ante aquel espectáculo, echa a los vendedores gritando: «Mi casa es casa de oración». La única relación verdadera, la única que tiene nacionalidad plena en la vida, es el amor gratuito a Dios y a los hermanos, un amor que se convierte en un espacio para la presencia real de Dios en toda ciudad. El espacio para Dios hay que hacerlo en el corazón de cada uno; allí es donde hay que agrandar la gratuidad y reducir el interés de cada uno. Jesús echa a los vendedores del templo y echa también a aquel espíritu materialista que hay en nuestro corazón. Y nos anuncia nuevamente el Evangelio.
Escribe el evangelista que desde aquel momento Jesús se queda en el templo y empieza a anunciar cada día el Evangelio. Aquel lugar-y esperamos que pase lo mismo con nuestro corazón-vuelve a ser el santuario de la misericordia y del amor. Y si por una parte no falta la oposición a Jesús de los jefes de los sacerdotes y de los escribas, sabios de este mundo, por otra parte el pueblo de los humildes y de los pobres acude a él y está «pendiente de sus palabras», como observa el evangelista. Se comprende así la bienaventuranza que pronuncia Jesús al inicio de su predicación: «Bienaventurados los pobres, porque porque de ellos es el Reino de Dios» (Lc 6, 20).
[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 426.