Hagan el bien a los que los odian

Tiempo Ordinario

Domingo de la semana VII

Textos

+ Del evangelio según san Mateo (5, 38-48)

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente; pero yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. Si alguno te obliga a caminar mil pasos en su servicio, camina con él dos mil. Al que te pide, dale; y al que quiere que le prestes, no le vuelvas la espalda.

Han oído ustedes que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo; yo, en cambio, les digo: Amén a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos.

Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen eso mismo los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso mismo los paganos? Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto». Palabra del Señor.

Fondo Musical: P. Martin Alejandro Arceo Álvarez

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Mensaje

Somos afortunados de escuchar este Domingo la proclamación de este segmento del Sermón de la Montaña. Si consideramos que se lee en Domingo cada tres años y que hay años en que no se lee por el temprano inicio de la cuaresma, caemos en la cuenta de la oportunidad que tenemos hoy de escuchar este texto tan hermoso como sorprendente e inquietante.

Se trata de uno de los textos más radicales, novedosos y consoladores del evangelio; concluye con un imperativo de Jesús a sus discípulos: «sean perfectos como su padre celestial es perfecto», que hace eco al que encontramos en el Código de santidad del libro del levítico, que dice: «sean santos por que yo Yahvé soy santo».

La santidad y la perfección de Dios son imitables en la medida que interiorizamos su amor y asumimos como nuestra la identidad propia de sus hijos. Jesús, el Hijo, nos enseña a imitar la santidad y la perfección de Dios siendo como Él, compasivos y misericordiosos, no sólo con los familiares, amigos y conocidos, sino con todas las personas.

Por ello Jesús, con la interpretación que hace de la ley, toca una serie de conductas que en su tiempo eran socialmente aceptadas y que en su momento constituyeron un gran paso civilizatorio al encauzar la agresividad prescribiendo la proporcionalidad de la venganza. Tal es el caso de la conocida ley del Talión que rezaba «ojo por ojo, diente por diente» evitando, ante una agresión, una venganza desproporcionada.

La agresividad forma parte de la naturaleza humana y es importante para vivir. Se activa instintivamente cuando algo amenaza lo que es necesario para vivir –la satisfacción de las necesidades básicas: comer, beber, dormir, reproducirse-,  o lo que se considera que pertenece como propio, llámense bienes o derechos.

La agresividad al ser un componente de la psiqué humana es anterior al nivel moral, es una fuerza que hay que encauzar y hará el bien en la medida en que se le encauce en la dirección correcta o hará daño si se encauza de manera equivocada. Cuando la agresividad se integra correctamente la persona se activa, permanece atenta y vigilante, comprometida con la causa de su vida y de sus ideales. Cuando no se integra de manera correcta y no se tiene dominio sobre ella, la persona se hace conflictiva, irritable, iracunda. El ideal de vivir en comunión con el prójimo supone por tanto canalizar la energía de la propia agresividad en el esfuerzo constante por alcanzar, junto a los demás nunca contra ellos, las propias metas y los grandes ideales.

Lo primero que hay que cerrar es el espiral de la violencia que se abre con el deseo de venganza. La experiencia del amor pone al discípulo por encima del odio y por ello, con la fuerza que viene de Dios, puede perdonar, renunciando a hacer daño a su agresor, dándole así una oportunidad para recapacitar y corregir su conducta. No olvidemos que el perdón no está reñido con la justicia. Quien perdona renuncia a la venganza no renuncia a que se le haga justicia.

La antítesis de la agresividad es la mansedumbre y el modelo de ésta es Jesús que incluso en otro pasaje del evangelio de Mateo nos invita a aprender de Él su mansedumbre y su humildad (cf. Mt 11,29). Esto no es fácil. Implica permitir que el Señorío de Dios en nuestras vidas se manifieste en la capacidad de encauzar nuestras emociones, que en sí mismas no son ni buenas ni malas, pero que mal encauzadas pueden hacer mucho daño.

No es fácil perdonar, tampoco poner la otra mejilla. No es fácil sofocar el resentimiento, ni apagar el odio. No es fácil cauterizar las heridas que deja en el corazón la agresión injusta de las víctimas inocentes. Sin embargo, el Señor con su testimonio en la Cruz nos interpela a hacer lo mismo que Él hizo, perdonando a quienes lo crucificaron y mostrando mansedumbre con quienes lo agredían.

La mansedumbre y el perdón no significan pasividad. Todo lo contrario. Implican una vigilancia constante y una ejercitación permanente para mantener el señorío sobre nuestras emociones y encauzarlas siempre en la dinámica del amor que busca en todo hacer el bien a todos, yendo incluso más allá de las estrechas y cómodas fronteras del intercambio de afectos que supone el corresponder con bondad a quienes nos hacen el bien. Si nos limitamos a ello, en nada somos diferentes a quienes no reconocen a Dios como Padre. Quienes todos los días nos dirigimos a Dios diciéndole ‘Padre nuestro’ somos llamados a imitar su perfección y santidad amando con un amor compasivo y misericordioso como el suyo.

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