Tiempo Ordinario
Jueves de la XXXIV semana
Textos
† Del evangelio según san Lucas (21, 20-28)
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando vean a Jerusalén sitiada por un ejército, sepan que se aproxima su destrucción.
Entonces, los que estén en Judea, que huyan a los montes; los que estén en la ciudad, que se alejen de ella; los que estén en el campo, que no vuelvan a la ciudad; porque esos días serán de castigo para que se cumpla todo lo que está escrito.
¡Pobres de las que estén embarazadas y de las que estén criando en aquellos días! Porque vendrá una gran calamidad sobre el país y el castigo de Dios se descargará contra este pueblo. Caerán al filo de la espada, serán llevados cautivos a todas las naciones y Jerusalén será pisoteada por los paganos, hasta que se cumpla el plazo que Dios les ha señalado.
Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera por las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán.
Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad. Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación”. Palabra del Señor.
Mensaje[1]
El pasaje evangélico habla del destino de Jerusalén. Los evangelistas Mateo y Marcos anuncian solo el fin del templo, mientras que Lucas añade también la destrucción de la ciudad santa. La Iglesia nos hace escuchar este pasaje mientras está terminando el año litúrgico para ayudarnos a meditar sobre el fin de los tiempos.
No caminamos en el vacío o envueltos en un sinsentido. La Palabra de Dios nos revela el fin de nuestra vida: la Jerusalén del cielo. Sí, caminamos mirando fijamente la ciudad del cielo donde el Señor nos espera para abrazarnos junto a todos los santos. La imagen de la Jerusalén celestial -que nos presenta el Apocalipsis- subraya que la salvación cristiana no se produce en el plano individual, sino comunitario. Sí, el Señor no nos salva uno a uno, individualmente, sino como comunidad, como pueblo, como -precisamente- ciudad.
Para los cristianos, la salvación pasa por su compromiso con la sociedad de la que forman parte, con la ciudad en la que viven. La imagen evangélica de Jerusalén asediada y atacada nos lleva a pensar también en la situación de la actual Jerusalén, la ciudad de las tres religiones: hebraísmo, cristianismo e islam. No podemos olvidarla; también son ciertas para nosotros las palabras del salmo: «Si me olvido de ti, Jerusalén … se pegue mi lengua al paladar» (Sal 137, 5-6).
Las dificultades de Jerusalén son también las nuestras, y no debe cesar la oración para que vuelva a ser la «ciudad de la paz», como dice su mismo nombre. En ella entrevemos la Jerusalén celestial, donde todos los pueblos se reúnen alrededor del único Dios. Y el actual desorden del mundo, que el evangelista describe con lenguaje apocalíptico, pero que refleja bien la «angustia de la gente», nos impulsa a los creyentes a «cobrar ánimo y levantar la cabeza» porque el Hijo del Hombre está cerca, y aún más, ha venido a vivir entre los hombre para que el mundo deje de estar bajo el yugo del mal y de la violencia.
El Señor ha venido para indicar a todos el camino de la paz. A los creyentes el Señor nos confía la responsabilidad de mostrar al mundo la belleza y la fuerza del Evangelio del amor y de la paz.
[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 432-433