El que quiera ser grande entre ustedes que sea su servidor

Tiempo Ordinario

Miércoles de la VIII semana

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos iban camino de Jerusalén y Jesús se les iba adelantando. Los discípulos estaban sorprendidos y la gente que lo seguía tenía miedo. El se llevó aparte otra vez a los Doce y se puso a decirles lo que le iba a suceder: “Ya ven que nos estamos dirigiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; van a condenarlo a muerte y a entregarlo a los paganos; se van a burlar de él, van a escupirlo, a azotarlo y a matarlo; pero al tercer día resucitará”.

Entonces se acercaron a Jesús Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dijeron: “Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte”. El les dijo: “¿ Qué es lo que desean?” Le respondieron: “Concede que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria”. Jesús les replicó: “No saben lo que piden.

¿Podrán pasar la prueba que yo voy a pasar y recibir el bautismo con que seré bautizado?” Le respondieron: “Sí podemos”.

Y Jesús les dijo: “Ciertamente pasarán la prueba que yo voy a pasar y recibirán el bautismo con que yo seré bautizado; pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; eso es para quienes está reservado”.

Cuando los otros diez apóstoles oyeron esto, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús reunió entonces a los Doce y les dijo: “Ya saben que los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños y los poderosos las oprimen. Pero no debe ser así entre ustedes. Al contrario: el que quiera ser grande entre ustedes que sea su servidor, y el que quiera ser el primero, que sea el esclavo de todos, así como el Hijo del hombre, que no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y a dar su vida por la redención de todos”.Palabra del Señor.

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El fragmento evangélico de hoy se compone de dos puntos: el tercer anuncio de la pasión y resurrección (vv. 32-34), y la absurda petición de Santiago y Juan, con sus respectivas consecuencias (vv. 35-45). 

Jesús no convierte en un misterio lo que le espera. Va libremente y con una conciencia plena al encuentro de su destino de muerte. Sin embargo, lo ilumina con el resplandor de la resurrección, a fin de hacer comprender el valor de este sufrimiento. Es tragedia, no desesperación; es muerte, no condición definitiva. Sin embargo, en vez de concentrarse en el misterio pascual de Jesús, los discípulos -como ya hicieran después de los dos anuncios precedentes- se repliegan en sus propios y mezquinos intereses. Aquí se rompe el grupo: los hermanos Santiago y Juan contra los otros diez. Ambos hermanos adelantan una demanda pretenciosa: ocupar los dos puestos más prestigiosos. Pretenden un reconocimiento que les confiera autoridad y superioridad sobre los otros. En su petición observamos dos errores de bulto: entienden la gloria en un sentido muy humano y por eso se proveen previamente de garantías para el futuro. Sería algo así como una especie de póliza de seguro, un seguro de vida que les ponga a cubierto de sorpresas desagradables; y, por otra parte, se consideran mejores que los otros y ambicionan un reconocimiento que los distinga, sin ofrecer nada a cambio o sin méritos manifiestos. 

Jesús les responde con dureza, acusándoles de ignorancia. Corrige su concepto de gloria, demasiado humano, y les propone otro nuevo. Jesús inserta en él la realidad del sufrimiento. Ése es el significado del «bautismo», una zambullida en la oscuridad del sufrimiento antes de volver a salir a la luz de la gloria. El cáliz es otra imagen para expresar el mismo vínculo: es preciso beber el que ha sido preparado para poder compartir la alegría de ser comensales en la mesa del Maestro. Ambos responden afirmativamente a la pregunta sobre su disponibilidad a seguir el camino trazado. Jesús confirma su voluntad. Efectivamente, Santiago será el primer mártir entre los apóstoles (el año 44 d. de C.) y Juan dará testimonio con indómita fidelidad de su amor al Señor hasta que le llegue la muerte, ya anciano. 

A la petición de la «colocación», Jesús responde que no es tarea suya asignar puestos y remite de manera sutil a Dios. En efecto, «para quienes está reservado» (v. 40) es una pasiva divina que debe entenderse en este sentido: «para quienes Dios los ha reservado». El cambio es de 180 grados: se pasa de su petición -«Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte» (v. 35)- a la atención a la voluntad de Dios. Él es quien dispone, él es quien determina. 

La petición no es indolora. Ha producido un desgarro en el tejido del grupo, que se divide ahora: dos contra diez. Jesús los llama, los acerca a su persona, casi para transmitir un calor afectivo antes de impartir instrucciones claras. Propone un modo nuevo de ejercer la autoridad, pasando del autoritarismo a la diakonía, al servicio a los demás. Quien manda u ocupa puestos de prestigio no debe sobresalir, y mucho menos explotar a los otros o extraer ventajas personales. Quien esté en la cima debe entregarse a los otros. Jesús no propone un mortificador igualitarismo y reconoce la necesidad de que haya jefes, responsables. Pero cambia de una manera radical su función respecto a lo que sucede normalmente. ¿Idealismo? ¿Fantasía? No, Jesús mismo es el modelo y fundamento del nuevo planteamiento de la autoridad. Él es el superior (el Hijo del hombre) que pone su vida a disposición de todos, es decir, de los inferiores. Su muerte en la cruz será la marca de su autoridad, que es un servicio de amor.


[1] G. Zevini – P.G. Cabra, Lectio divina para cada día del año. 9., 384-386

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