El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él.

Pascua

Vienes de la III semana

Textos

† Del evangelio según san Juan (6, 52-59)

En aquel tiempo, los judíos se pusieron a discutir entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Jesús les dijo: “Yo les aseguro: Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día.

Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él.

Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí.

Este es el pan que ha bajado del cielo; no es como el maná que comieron sus padres, pues murieron. El que come de este pan vivirá para siempre”.

Esto lo dijo Jesús enseñando en la sinagoga de Cafarnaúm. Palabra del Señor.

Fondo Musical: P. Martin Alejandro Arceo Álvarez

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Mensaje[1]

Esta página del Evangelio nos hace entrar en la segunda parte de la predicación de Jesús en la sinagoga de Cafanaún sobre el pan de la vida. Los que le escuchaban, cuando el tema comenzaba a aclararse y a pedir su implicación en el misterio mismo de Jesús, le interrumpen y se ponen a murmurar contra él: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». 

Se sienten saciados de la vida que llevan. Aunque no sea verdadera. Sin embargo, prefieren permanecer en la lo cotidiano y rutinario que involucrarse en un diseño más amplio que requiere abandonar su tranquilidad egoísta. Quien está harto de sí no pide nunca, quien está lleno de su «ego» no se doblega jamás. 

Pero, si somos sinceros, aunque estemos saciados y rodeados de bienes, comida y palabras, subsiste el hambre de felicidad y de amor. Nos ayudaría mirar un poco más a los pobres que piden con insistencia e imitarles. Ellos, en nuestra sociedad saciada y consumista, pero siempre triste y miope, pueden convertirse en los maestros para una nueva vida. Ellos sacan a la luz lo que nosotros ocultamos: nuestra indigencia de amor y de atención. Los pobres tienen hambre, y no solo de pan, sino también de amor. Exactamente como nosotros.

Jesús continúa diciéndonos: «Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes». Para tener vida no basta querer, no basta entender, es necesario comer, alimentarse del Evangelio y del amor de los hermanos. Es necesario hacerse mendigos de un pan que el mundo no sabe producir, ni por tanto dar. 

A nosotros se nos dona gratuitamente la mesa de la Eucaristía, todos podemos tomar parte en ella y, cada vez que participamos, anticipamos el cielo sobre la tierra. En torno al altar encontramos lo que nos apaga e] hambre y la sed para siempre; y a partir de este alimento, aprendemos qué es la vida eterna, la que vale la pena vivirse: «El que me coma vivirá por mí». La eucaristía nos moldea para que ya no vivamos solo para nosotros mismos, sino para el Señor y los hermanos. 

La felicidad y la eternidad de la vida dependen de nuestra capacidad de hacer fructificar el amor del Evangelio que recibimos en la Eucaristía, por esto los antiguos Padres decían que los cristianos «viven según el Domingo», precisamente, con la lógica de la Eucaristía, de Jesús que ha venido para servir y hacer crecer el amor entre los hombres. 


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 182-183.

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