Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador

Cuaresma

Sábado de la semana III

Textos

† Del evangelio según san Lucas (18, 9-14)

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por buenos y despreciaban a los demás: “Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’.

El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’.

Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. Palabra del Señor.

Fondo Musical: P. Martin Alejandro Arceo Álvarez

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Mensaje[1]

Jesús presenta a dos personas. Una es un fariseo que sube al Templo y ora sintiéndose seguro de sí mismo. Nosotros muchas veces somos como él, nos contentamos con cómo somos, con la vida que llevamos, pero la oración nos ayuda a comprender que no podemos vivir en la autocomplacencia. Aquel fariseo en el fondo se siente justo y exhibe sin reparo sus derechos y sus méritos incluso ante Dios. 

Es la arrogancia fruto del orgullo, que nos hace pensar muchas veces que el mal no tiene nada que ver con nosotros y que sin duda procede de los demás. Caemos así en la lógica del desprecio. Y entonces resulta fácil ver los defectos y las culpas ajenas, en lugar de reflexionar sobre los nuestros. «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás», decía el fariseo. Pensaba que era distinto, se creía mejor: ayunaba dos veces a la semana y pagaba el diezmo de todas sus ganancias, es decir, cumplía los preceptos religiosos. Pero el ayuno y la limosna no le servían ni para purificar el corazón ni para acercarse a los pobres; más bien eran acciones solo para distinguirse de los demás («rapaces, injustos y adúlteros»).

La religión de ese fariseo lo separa de los demás y, por tanto, de Dios. En el Templo, piensa que está frente a Dios, pero en realidad está solo frente a sí mismo como un ídolo al que adora e inciensa. Quien se exalta frente a los demás, quien juzga -y desprecia- a los demás, se condena a la soledad. 

El publicano, en cambio, se mantenía «a distancia». Él es como los demás, está al fondo del Templo, casi no se distingue de la gente que está en la calle, en medio de la confusión del mundo. Es un pecador. Los publicanos eran recaudadores de impuestos, que solían robar el dinero de los pobres y tenían negocios poco claros. No es alguien justo, ni bueno, ni pobre: es un pecador y está lejos de Dios. Pero ante Dios ese hombre reconoce quién es. Reza diciendo: «¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador». 

En la oración descubrimos también nosotros que somos pobres y pecadores. Que sea esta también nuestra oración de cada día que nos ayuda a luchar y a derrotar el mal que nace en nuestro corazón. Que sea esta nuestra oración que pide piedad, el amor que muchas veces le falta a nuestro corazón. Oremos y demos gracias al Señor porque, en la humildad de pedir, descubrimos la verdad de nuestra vida y salimos del Templo justificados no por nuestro orgullo, sino por el amor de Dios.


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2019, 348-349

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