Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones

Asunción de la Santísima Virgen María

En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, y entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel.

En cuanto ésta oyó el saludo de María, la creatura saltó en su seno.

Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno.

Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”.

Entonces dijo María: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava.

Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede.

Santo es su nombre y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen.

Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada.

Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre”.

María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa. Palabra del Señor.

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En pleno mes de agosto la Iglesia de Oriente y la de Occidente celebran conjuntamente la fiesta de la asunción de María al cielo. San Teodoro el Estudita, sorprendido frente a esta verdad, se preguntaba: «¿Con qué palabras explicaré tu misterio? A mi mente le cuesta … es un misterio insólito y sublime, que transciende todas nuestras ideas». Y añadía: «La que se convirtió en madre al dar a luz sigue siendo virgen incorrupta, porque era Dios el engendrado. Así, en tu dormición vital, diferenciándote de todos los demás, solo tú con pleno derecho revistes la gloria de la persona completa de alma y cuerpo». Y terminaba diciendo: «Te dormiste, sí, pero no para morir; fuiste asumida, pero no dejas de proteger al género humano».

La fiesta de hoy recuerda al último tramo de aquel viaje que María empezó inmediatamente después del saludo del ángel. Hemos escuchado en el Evangelio según Lucas que «En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea». En aquellos días María corría de Galilea hacia una pequeña ciudad cerca de Jerusalén, para ir a encontrar a su prima Isabel. Hoy la vemos correr hacia la montaña de la Jerusalén celestial para encontrarse, finalmente, con el rostro del Padre y de su Hijo. 

Hay que decir que María, en el viaje de su vida, jamás se separó de su Hijo. La vimos con el pequeño Jesús huyendo a Egipto, luego llevándolo, siendo él adolescente, a Jerusalén, y durante treinta años en Nazaret cada día lo contemplaba guardando todo en su corazón. Luego lo siguió cuando abandonó Galilea para predicar en ciudades y pueblos. Estuvo con él hasta los pies de la cruz.

Hoy la vemos llegando a la montaña de Dios, «vestida del sol, con la luna bajo sus pies y tocada con una corona de doce estrellas» (Ap 12, 1), y entrando en el cielo, en la celeste Jerusalén. Fue la primera de los creyentes que acogió la Palabra de Dios, es la primera que es acogida en el cielo. Fue la primera que tomó en brazos a Jesús cuando este todavía era un niño, ahora es la primera que es tomada de los brazos del Hijo para ser acogida en el cielo. 

Ella, humilde muchacha de un pueblo perdido de la periferia del Imperio, al acoger el Evangelio se convirtió en la primera ciudadana del cielo, acogida por Dios al lado del trono del Hijo. Realmente, el Señor derriba a los potentados de sus tronos y exalta a los humildes. Es un gran misterio y hoy celebramos. Es el misterio de María, pero también es el misterio de todos nosotros, el misterio de la historia, pues por el camino de la asunción que abrió María se encaminan también los pasos de todos aquellos que unen su vida al Hijo, del mismo modo que lo hizo María. 

Si al inicio de la historia, Adán y Eva fueron derrotados por el maligno, en la plenitud de los tiempos, Jesús y María, el nuevo Adán y la nueva Eva, derrotan definitivamente al enemigo. Sí, con la victoria de Jesús sobre el Mal, también cae derrotada la Muerte interior y física. Y se cruzan en el horizonte de la historia la resurrección del Hijo y la Asunción de la Madre. Escribe el apóstol Pablo: «Porque, así como por un hombre vino la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo».

La Asunción de María al cielo con el cuerpo nos habla de nuestro futuro: también nosotros estaremos con el cuerpo al lado del Señor. Con la fiesta de hoy se podría decir que empieza la victoria plena de la resurrección; empiezan el cielo nuevo y la tierra nueva que anuncia el Apocalipsis. Y la celestial Jerusalén empieza a poblarse y a vivir su vida de paz, de justicia y de amor. 

El Magníficat de María puede ser nuestro canto, el canto de la humanidad entera que ve cómo el Señor se inclina ante todos los hombres y mujeres, humildes criaturas, y los asume consigo en el cielo. Hoy, junto a la humilde mujer de Galilea, sentimos de un modo especialmente festivo el Magníficat de todas aquellas mujeres sin nombre, aquellas mujeres a las que nadie recuerda, las pobres mujeres oprimidas por el peso de la vida y del drama de la violencia, que finalmente se sienten abrazadas por manos cariñosas y fuertes que las elevan y las llevan al cielo. 

Hoy, el Señor ha derribado a los potentados de sus tronos y ha exaltado a las mujeres humildes y desconocidas, ha despedido a los ricos y fuertes con las manos vacías y ha colmado de bienes a las mujeres hambrientas de pan y de amor, de amistad y de ternura.


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 313-315.

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