Tiempo Ordinario – Ciclo B
Domingo de la XXXI semana
Textos
† Del santo Evangelio según san Marcos (12, 28-34)
En aquel tiempo, uno de los escribas se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” Jesús le respondió: “El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.
El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
No hay ningún mandamiento mayor que éstos”. El escriba replicó: “Muy bien, Maestro.
Tienes razón, cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios”.
Jesús, viendo que había hablado muy sensatamente, le dijo: “No estás lejos del Reino de Dios”. Y ya nadie se atrevió a hacerle más preguntas. Palabra del Señor.
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Mensaje
El evangelio de este Domingo nos presenta el mandamiento del amor como el principal de todos, el que sintetiza la ley y los profetas.
Contexto
El pasaje que consideramos forma parte de las enseñanzas que el evangelista san Marcos recoge en la sección que va del capítulo 11,27 al capítulo 12,44, en la que se da razón del ministerio de en Jerusalén después de la entrada triunfal a Jerusalén y de la expulsión de los vendedores del templo.
En este conjunto encontramos las controversias de Jesús con los dirigentes del judaísmo. En esta corta etapa del ministerio se plantearon a Jesús cuestiones sustanciales, de carácter doctrinal y práctico: sobre su identidad, sobre su autoridad, sobre la resurrección y el futuro del hombre, sobre su actitud frente al tributo al César y sobre el mandamiento más importante de la ley de Dios.
En el pasaje precedente al que contemplamos Jesús responde a los saduceos, que le piden definirse sobre la resurrección. A la pregunta fundamental subyacente acerca de ¿quién es Dios? Jesús responde «[Dios] no es un Dios de muertos, sino de vivos» y nos hace entender también cuál es la naturaleza de su relación con la humanidad; fidelidad a la obra creadora de Dios en el servicio de la vida.
Una pregunta
El problema que ahora se presenta es distinto. Se podría plantear en los siguiente términos: ¿cómo pueden los hombres y las mujeres entrar en una justa relación con Dios? ¿Qué es lo que Dios quiere que hagamos? La pregunta la propone un escriba, un hombre instruido en el conocimiento de la ley de Dios que de manera simple y directa, sin hostilidad ni ironía se acerca a Jesús con una actitud que manifiesta un sincero deseo de aprender de él.
«¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» (12,28). Con esta pregunta es como si el escriba dijera ¿qué es lo más importante para Dios? Recordemos que los judíos vivían agobiados por la preceptiva en la que se había descodificado el Decálogo. Los innumerables preceptos llegaron a convertirse en una pesada carga y no extraña que los estudiosos de la ley, como el escriba del evangelio, se preguntaran sobre qué era lo esencial para asegurar la fidelidad a la Alianza.
La respuesta de Jesús
Jesús recita el texto del Deuteronomio 6,4-5 que dice «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.» y que hoy recordamos en la primera lectura de la Misa.
En este texto que comienza con la célebre admonición «Escucha Israel…», que es un vigoroso llamado a la obediencia, se consigna que la primera y más importante tarea de un israelita es la de amar a Dios, sin división, porque es un Dios único y hacerlo con todas las fuerzas de las que se disponga.
Jesús toma esta cita para señalar cuál es el camino que debemos seguir para que nuestra vida vaya en la dirección correcta y alcance su plena realización. Lo más importante en relación a Dios es amarlo: con todo el corazón, lo que equivale a decir, amarlo por voluntad, por decisión propia; con toda el alma, es decir dedicando a ello toda la fuerza vital y, con toda la mente, es decir, con toda la inteligencia. Nuestro amor a Dios implica totalmente la decisión de nuestra voluntad, el compromiso de nuestra vida y el servicio de nuestra inteligencia.
Enseguida, Jesús menciona lo que más que un complemento sería la segunda parte constitutiva de este mandamiento primordial: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» imperativo que se encuentra también en el libro del Deuteronomio pero que Jesús asocia al mandamiento esencial, haciendo de los dos uno solo y declarando «No existe otro mandamiento mayor»
La respuesta del escriba
Lo que Jesús acaba de decir el escriba lo repite casi en los mismos términos, agregando que el cumplimiento de este amor «vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Con ello indica su carácter prioritario, su lugar como fundamento sobre el cual se deben ordenar jerárquicamente los mandamientos relacionados con el culto.
El escriba entendió perfectamente el alcance de la respuesta de Jesús y sus implicaciones para una práctica religiosa centrada en el culto. No es que Jesús negara, con la centralidad que le da al amor, la importancia del culto religioso; por el contrario, lo redimensiona y lo llena de significado. La ofrenda que agrada a Dios es el amor y este se concreta en el tiempo y lugar que cada persona le da en su vida, en su corazón, escuchando su Palabra y poniéndola en práctica.
El amor al prójimo también es ofrenda, pues es entrega, para hacer el bien dando vida a las demás personas en las que Dios mismo ha dejado su imagen. De igual forma el amor a uno mismo, es ofrenda, pues implica: el reconocimiento de Dios en el núcleo fundamental de la propia existencia; la cooperación de nuestra voluntad para que sea Él quien perfeccione en nosotros su imagen y, la coherencia que exige ordenar nuestra vida siendo fieles a nuestra vocación más profunda que es la de ser hijos de Dios, llamados a ser santos como Dios es santo.
El escriba entendió y asumió con sus palabras un compromiso coherente que lo puso en sintonía con Jesús, quien, por su parte, con su declaración final «“No estás lejos del Reino de Dios» lo coloca en la categoría de los discípulos.
Conclusión
La enseñanza del evangelio de este Domingo vincula el amor a Dios y al prójimo en un solo mandamiento. No se puede vivir uno sin el otro. Así lo encontramos, con otras palabras, en san Juan: “… quién no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido del Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Juan 4, 20-21).
Jesús nos enseña el camino. Con su vida sintetiza el cumplimiento de este mandamiento que da prioridad al amor sobre cualquier otro precepto religioso. Él es el Hijo amado, vive con su Padre Dios una relación intensa, indescriptible y hace visible ese amor amándonos, entregándose, particularmente a los pobres y a los sufrientes y entregándonos su vida. Hemos conocido lo que es el amor, precisamente «en que dio su vida por nosotros» (cf. 1 Jn 3,16)
Jesús siempre unió el amor a Dios y el amor al prójimo, enseñándonos con su vida y su Palabra que no se puede vivir uno sin el otro. Juan, el discípulo amado, supo expresar esta síntesis del amor aprendida en la escuela del Maestro “pues quién no ama a sus hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido del Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Juan 4, 20-21).
Identificándonos con Jesús e imitando su ejemplo es como podemos nosotros cumplir el mandamiento del amor. Este nos exige salir de la pasividad, de la indiferencia, de la comodidad, de la superficialidad, de la desconfianza, para que todo nuestro ser tienda de manera activa, fuerte y decidida a Dios.
La enseñanza de este Domingo es oportuna en una sociedad narcisista que lleva a las personas a encerrarse en su propio ego. ¿cómo entender el amor a nosotros mismos del que habla el evangelio? Ciertamente no se trata de un sentimiento de autocomplacencia, ni de emociones egoístas. Se trata de la aceptación de nosotros mismos, con todo lo que somos, con lo que tenemos, con lo que constituye nuestra personalidad, con sus límites y posibilidades. Aceptarnos a nosotros mismos, con toda humildad, es decir, con toda verdad, es aceptar el amor de Dios que nos ha creado, que conforma nuestra persona y que está presente en el centro de nuestra existencia.
Por lo que ve al prójimo, el amor nos exige aceptarlo en su verdad, en lo que lo hace distinto, en su singularidad, y respetarlo como “otro”, distinto de nosotros mismos, con su libertad, voluntad e inteligencia propias, como creatura amada de Dios. En este sentido el amor al prójimo, en la dinámica de este mandamiento principal de la ley de Dios, nunca será y mucho menos se expresará en la dinámica dominación-sumisión. Por el contrario, se expresará en la firme y decidida voluntad de hacerle el bien, ayudándole a realizarse en fidelidad a su condición humana y de hijo de Dios.