Anhelamos la redención de nuestro cuerpo

Tiempo Ordinario

Conmemoración de todos los Fieles Difuntos

Textos

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los romanos (8, 14-23)

Hermanos: Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios.
No han recibido ustedes un espíritu de esclavos, que los haga temer de nuevo, sino un espíritu de hijos, en virtud del cual podemos llamar Padre a Dios.
El mismo Espíritu Santo, a una con nuestro propio espíritu, da testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos de Dios y coherederos con Cristo, puesto que sufrimos con él para ser glorificados junto con él.

Considero que los sufrimientos de esta vida no se pueden comparar con la gloria que un día se manifestará en nosotros; porque toda la creación espera, con seguridad e impaciencia, la revelación de esa gloria de los hijos de Dios.
La creación está ahora sometida al desorden, no por su querer, sino por voluntad de aquel que la sometió. Pero dándole al mismo tiempo esta esperanza: que también ella misma va a ser liberada de la esclavitud de la corrupción, para compartir la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
Sabemos, en efecto, que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto; y no sólo ella, sino también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, anhelando que se realice plenamente nuestra condición de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo. Palabra de Dios. 

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Mensaje[1]

El apóstol Pablo nos invita a mirar el futuro reservado para los hijos de Dios: «Vosotros nos habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos… Y, si hijos, también herederos», escribe a los romanos.

Y añade: «Soy consciente de que los sufrimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que se ha de manifestar en nosotros». El recuerdo que hacemos hoy abre ante nuestros ojos un resquicio de esta «gloria» futura. Para los que todavía estamos en la tierra, esta gloria deberá venir; sin embargo, para los muertos que han creído en el Señor, ya ha sido revelada.

Ellos habitan en aquel monte alto donde el Señor ha preparado un banquete para todos los pueblos. Y en aquel monte les han rasgado «el velo que oculta» el rostro, es decir, la indiferencia que hace que nos cerremos en nosotros mismos, y por eso sus ojos contemplan el rostro de Dios.

La comunión con nuestros difuntos se basa en el misterio del amor de Dios que nos reúne a todos y nos sostiene a todos. Ese amor es la sustancia de la vida. Todo pasa, incluso la fe y la esperanza, pero el amor no pasa. Eso es lo que nos dice el Señor Jesús en el pasaje del Evangelio que hemos leído.

En efecto, lo único que cuenta en la vida es el amor; lo único que queda de todo lo que hemos dicho y hecho, pensando y programado, es el amor. Y el amor siempre es grande; aunque se manifieste en gestos pequeños como un vaso de agua, un trozo de pan, una visita, una palabra de consuelo o una mano que estrecha otra mano.

El amor es grande, es fuerte, es irresistible porque siempre es una chispa de Dios que prende y salva la tierra. Dichosos seremos nosotros si seguimos las palabras del Evangelio que hemos leído. Oiremos que al término de nuestros días nos dirán: «Vengan, benditos de mi Padre, reciban la herencia del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo», y nuestra alegría será completa.


[1] Paglia, Vincenzo. La Palabra de Dios cada día – 2023. Edición en español. pp. 381-382.

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