Lunes después de Pentecostés
Santa María Virgen, Madre de la Iglesia
Textos
† Lectura del santo Evangelio según San Juan: 19, 25-34
En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a su madre y junto a ella al discípulo que tanto quería, Jesús dijo a su madre: «Mujer, ahí está tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí está tu madre». Y desde aquella hora el discípulo se la llevó a vivir con él.
Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed».
Había allí un jarro lleno de vinagre. Los soldados sujetaron una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús, probó el vinagre y dijo:
«Todo está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Entonces los judíos, como era el día de la Preparación de la Pascua, para que los cuerpos de los ajusticiados no se quedaran en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día muy solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y los quitaran de la cruz.
Fueron los soldados, le quebraron las piernas a uno y luego al otro de los que habían sido crucificados con él. Pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, le traspasó el costado con una lanza, e inmediaamente salió sangre y agua. Palabra del Señor.
Mensaje[1]
Contemplamos a la Madre de Jesús, que junto con otras mujeres, acompaña a Jesús en los últimos momentos de su agonía.
Nos concentramos en la última acción que Jesús realiza antes de su muerte en la Cruz y la hace de tal manera que enseguida el evangelista anotará: «Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término…» El último gesto de amor de Jesús, quien ha entregado todo, es el don de su propia Madre. Esto se realiza en el bello diálogo en el que une a su madre y al discípulo amado como madre e hijo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre.» En el evangelio de Juan, la madre y el discípulo se caracterizan por el hecho de que nunca son designados por su propio nombre, sino siempre según el tipo de relación que cada uno sostiene con Jesús. Por lo tanto, no es su nombre, sino su relación con Jesús lo que es esencial para ellos.
El evangelio habla de la «madre de Jesús». La vida y la persona de María son determinadas y caracterizadas por el hecho de ser la madre de Jesús, hay una relación que no sólo es biológica sino afectiva, íntima, insustituible entre ellos. La relación madre-hijo es única.
De la misma manera el evangelio habla del «discípulo amado». Según la tradición (que viene desde el siglo II dC), se ha pensado que se trata del apóstol, que también sería el evangelista, Juan; su relación con Jesús es diferente de aquella que es dada biológicamente y de por sí en la maternidad; la del discipulado es una relación construida en la amistad.
Pues bien, Jesús antes de morir quiso que estas dos personas, unidas a él de forma muy estrecha -en cuanto madre y en cuanto discípulo- se pertenecieran la una a la otra. No se trataba de una decisión de ellos, sino del mismo Jesús.
Cuando Jesús se despidió en la cena, preparó a sus adoloridos discípulos para su muerte y al mismo tiempo para lo que vivirían después de su muerte. Les prometió que no los dejaría huérfanos. Entonces, les prometió la asistencia del Espíritu Santo.
Pero Jesús también pensó en María, a ella no la dejó sola y sin protección. Por eso le da como hijo al discípulo amado. María entonces puede apoyarse en él, como en su hijo. El discípulo la respetará, la estimará y se ocupará de ella en las necesidades y en las debilidades de la vejez.
María, por su parte, recibe un nuevo llamado: el de ofrecerle al discípulo amado -imagen de todos lo que pertenecen a Jesús por el discipulado– todo su amor de madre. Porque el discípulo amado estaba estrechamente unido a Jesús, ella lo amará como a su hijo Jesús.
Así de intenso es el amor que Jesús quiere que reciban sus discípulos y en esta hora crucial de la Pasión, no podemos dejar de pensar que en el amor de la madre también se experimenta todo el amor del Crucificado.
Una nueva realidad comienza a partir de las palabras de Jesús en la cruz. Se crea una relación estrecha entre su madre y su discípulo. Ahora viven el uno para el otro, lo que los une a Jesús, los une entre sí. Es el mismo amor contenido en el mandato: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado”.
En el amor de María como madre que sufre por toda la humanidad y la Iglesia, está el amor de Jesús hasta el extremo y así es como la Madre de Jesús también se convierte en mediadora de vida.
[1] F. Oñoro, Pistas para la Lectio Divina Juan 19, 25-27. CEBIPAL/CELAM