Tiempo Ordinario
Domingo de la VII semana
Textos
+ Del evangelio según san Lucas (6, 27-38)
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por quienes los difaman. Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica. Al que te pida, dale; y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Traten a los demás como quieran que los traten a ustedes; porque si aman sólo a los que los aman, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien sólo a los que les hacen el bien, ¿qué tiene de extraordinario? Lo mismo hacen los pecadores. Si prestan solamente cuando esperan cobrar, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores prestan a otros pecadores, con la intención de cobrárselo después. Ustedes, en cambio, amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar recompensa. Así tendrán un gran premio y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno hasta con los malos y los ingratos. Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos”. Palabra del Señor.
Mensaje[1]
Este domingo seguimos leyendo el sermón de la llanura del evangelio de San Lucas con el que el nuevo pueblo de Dios comienza a ser instruido en los criterios de vida del Reino de Dios.
En el anuncio de las bienaventuranzas que leímos el domingo pasado, Jesús retomó lo que ya había dicho en la sinagoga de Nazareth, cuando se apropió el texto de Isaías y se presentó como el Ungido de Dios, enviado para anunciar a los pobres la Nuena Nueva y a todos el año de gracia del Señor.
En coherencia con ese texto, Jesús anunció en las Bienaventuranzas la felicidad del Reino a quienes estaban en situación de desventaja: pobres, hambrientos, dolientes y pereseguidos e hizo cuatro advertencias proféticas a quienes, hartos de sí mismos, creían estar en mejor posición: los ricos, los satisfechos, los que rien y los que reciben halagos. El mensaje de Jesús significa salvación para todos ellos.
La última de las bienaventuranzas habla de situaciones conflictivas. Jesús mismo las vivía; recordemos que en Nazaret sus paisanos se lo llevaron a la orilla de un barranco con la intención de despeñarlo; el anuncio del Reino no sólo causó entusiasmo y admiración, también provocó enojo en quienes vieron amenazada su posición con el anuncio de un Dios Rey, defensor de los pobres y garante de la justicia.
De manera que si Jesús tuvo enemigos por ese motivo, también sus discípulos los tendrán; por ello dice: «dichosos serán ustedes cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de entre ellos, y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre». ¿Cómo vivirán los discípulos de Jesús estas adversidades? Es la parte siguiente del sermón de la llanura y que consideramos este domingo.
Una necesaria toma de conciencia
Con el anuncio de las bienaventuranzas, los discípulos han comprendido que el seguimiento de Jesús pide un nuevo estilo de vida, cuyo centro está en la acción de Dios, quien con su señorío los conduce progresivamente hacia la plenitud de vida, identificándolos con Él. De aquí se desprende un nuevo proyecto de vida cimentado en los valores del Reino, que tienen correspondencia con la forma como Dios manifiesta su amor a la humanidad; estos valores se contraponen con los que viven los hombres, que satisfechos de si mismos, optan por vivir sin Dios excluyéndolo de sus vidas o dándole un lugar marginal en su existencia. Los valores del Reino se aprenden en el camino con Jesús.
En el texto que leemos hoy, Jesús va delineando lo que distingue al discípulo, en contraste con las actitudes de quien no se ha convertido, y que se resume en la frase «sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso». El texto pone en evidencia el comportamiento de los que viven lejos de Dios y desglosa en qué consiste vivir con el prójimo la misericordia que Dios ha tenido con quien se deja amar por Él.
¿Cómo reaccionar ante las agresiones?
Imitando a Dios Padre, quien “es bueno hasta con los malos y los ingratos”. Y esto no es fácil. El discípulo no es insensible, es de carne y hueso, es tremendamente humano y le duelen las agresiones, es frágil y vulnerable. El discípulo vive en el mundo, no en una burbuja de cristal; tiene que tratar diariamente con su familia, sus amigos, vecinos y compañeros de trabajo y aprender a vivir todas sus relaciones interpersonales, familiares, sociales y comunitarias desde la óptica del Reino, incluso en las situaciones conflictivas. Precisamente, en las relaciones, en el trato que damos a los demás, y en la forma como nos ubicamos en los conflictos es donde se reconoce que se ha optado por el reino de Dios.
Lo que caracteriza el comportamiento del discípulo en la forma como se relaciona con sus semejantes es el amor, entendido no como una experiencia sensual sino como el firme propósito de hacer el bien; este propósito incluye la totalidad de la persona, su inteligencia, sentimientos y voluntad, le hace salir de si misma para compartir con otros el amor salvífico que Dios le ha manifestado.
El propósito de hacer el bien siempre y a todos, implica deponer el sentimiento de desquite, revertir los sentimientos negativos y las agresiones de los otros en impulsos de amor, pero, ¡¿cómo?!
Observemos la fuerza del imperativo «amen a sus enemigos». La enemistad se establece con quien nos odia -nos hace mal-, maldice -nos desea el mal-, y difama -habla mal de nosotros-; ante el dinamismo negativo de la enemistad, Jesús pide a sus discípulos situarse en otro nivel y responder al odio con bondad, a la maldición con bendición y a la difamación con oración. Ante la enemistad, el discípulo no permanece pasivo, va al encuentro del otro para hacer por él todo lo bueno que sea posible y, con ello, abrir un horizonte salvífico a su existencia.
Quien ha optado por vivir sin Dios o darle un lugar marginal en su vida tendrá un comportamiento diferente, marcado por la ley del intercambio, incapaz de dar si no recibe: ama sólo si es amados; hace el bien sólo si con ello es beneficiado; presta si tiene la certeza que se le pagará. El discípulo en cambio se orienta por la ley del don: hace el bien sin esperar recompensa, porque es hijo de Dios, y su Padre «es bueno hasta con los malos y los ingratos».
El secreto del discípulo: la misericordia de Dios Padre
El secreto de esta manera de ser está en que un discípulo, se ha reconocido como hijo amado de Dios y con su vida amnifiesta el amor que ha recibido: «sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso». Los imperativos anteriores no se puede vivir sino a partir de este imperativo básico.
Entonces, la raíz de una vida conforme a los valores del Reino está en que, como Jesús, somos hijos amados de Dios; por ello el discípulo busca parecerse a Jesús y Jesús es como su Padre. Esto es el fundamento de todo.
Ser misericordioso como Dios se reconoce en la bondad de corazón de quien no le pone límites al amor, que no se vuelve mezquino ni se encoge a la hora de hacer algo por quien no se lo merece. En el texto que leemos, cuatro imperativos abren el horizonte del amor misericordioso y nos hacen entender cómo nos ama Dios, cómo nos ama Jesucristo y cómo han de amar los hijos de Dios: no juzgar, no condenar, perdonar y dar.
Los dos primeros imperativos: no juzgar y no condenar, descubren que la misericordia nos pide frenar un impulso negativo; los otros dos: perdonar y dar, señalan un impulso que nos hace salir de nosotros mismos para acoger y ofrecer lo que el otro, en su fragilidad personal, está necesitando.
Cuando falta el amor misericordioso comienzan los juicios y se dictan sentencias definitivas poniendo fin a las relaciones; cuando la misericordia está viva en el corazón, se perdona y no se duda en hacer de la vida un don; así lo hizo Jesús en la Cruz: perdonó y entregó su vida.
Si no se ha madurado en el amor es difícil ejercer la misericordia renunciar a juzgar, calificar a las personas, etiquetarlas; renunciar a condenarlas haciéndoles sufrir nuestra indiferencia o maltrato. No puede amar quien no se sabe amado, y este es el don que Dios nos ofrece sin mérito nuestro; nos ama, así como somos, con nuestros límites y fragilidades, no nos juzga, no nos condena, nos perdona y se entrega a nosotros, amándonos hasta el extremo de darnos a su Hijo Jesucristo. Sabernos amados de Dios es la clave para poder amar con un amor como el suyo.
[1] Cf. Oñoro Fidel, Pistas para la Lectio. Divina.(Lucas 6, 27-38), CEBIPAL-CELAM.