Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra.

Tiempo Ordinario

Miércoles de la XXXII semana

En aquel tiempo, cuando Jesús iba de camino a Jerusalén, pasó entre Samaria y Galilea.

Estaba cerca de un pueblo, cuando le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se detuvieron a lo lejos y a gritos le decían: “¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros!” Al verlos, Jesús les dijo: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra.

Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó, alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias. Ese era un samaritano. Entonces dijo Jesús: “¿No eran diez los que quedaron limpios?

¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?” Después le dijo al samaritano: “Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”. Palabra del Señor.

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«La Palabra de Dios no está encadenada». Lo dice Pablo dictando la Carta a Timoteo mientras lleva las cadenas de la cárcel (2 Tim 2, 9). Y añade: «por esto todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación». Estas sufridas palabras del apóstol nos indican la libertad y la fuerza de la Palabra Santa. 

Jesús camina a Jerusalén, camina por territorio entre Galilea y Samaría. Al entrar en un pueblo, salen a su encuentro diez leprosos. Todo eso tiene un significado: la curación, el milagro, no es un hecho prodigioso que pasa de manera imprevista como si fuera magia. 

Podemos comparar la primera parte de la escena evangélica a los primeros pasos de toda conversión y de la misma vida del discípulo. La conversión, efectivamente, nace siempre de un grito, de una oración, como la de los diez leprosos. También en la liturgia repetimos al empezar: «Señor, ten piedad». La curación ahonda sus raíces cuando reconocemos nuestra enfermedad, nuestra necesidad de ayuda, de protección, de apoyo. 

Por la palabra de Jesús, emprendieron el camino en dirección a los sacerdotes y, justo cuando estaban empezando su camino, todos quedaron sanos. Eso indica que la curación empieza cuando obedecemos al Evangelio, y no a nosotros mismos o a nuestras costumbres mundanas. En ese sentido nuestro camino espiritual nos llevará a la curación, en el corazón y en el cuerpo, en la medida en la que se rija por la escucha del Evangelio. Algo similar les sucede a los dos discípulos de Emaús: quedaron curados de su enfermedad -la profunda tristeza de su corazón- mientras iban de camino y escuchaban a Jesús hablar. 

Tras haber indicado que los diez leprosos quedaron sanos, el evangelio añade que solo uno vuelve atrás «alabando a Dios en voz alta»; y al llegar cerca de Jesús se postra «rostro en tierra a los pies de Jesús» y le da las gracias. El evangelista quiere subrayar con este gesto el siguiente paso a la conversión: reconocer a Jesús y confiarle la vida. 

La curación total, en efecto, afecta también al corazón. Podríamos decir que el décimo leproso no queda solo «curado» sino también «salvado». Los otros nueve, todos judíos, tal vez consideraban la curación como algo obligado, por el hecho de ser hijos de Abrahán. El décimo, un samaritano, un extranjero, sintió la curación como una gracia, como un don no merecido, que exigía devolver amor a cambio. Él es un ejemplo para cada uno de nosotros, para que acojamos la conmoción gratuita de Dios sobre nuestra vida y le demos gracias por la misericordia que gratuitamente nos ofrece. (Paglia, (2019) p. 336-337)


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2019, 336-337.

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