Tiempo Ordinario
Domingo de la XXII semana
Ciclo B
Textos
† Del santo Evangelio según san Marcos (7, 1-8. 14-15. 21-23)
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén.
Viendo que algunos de los discípulos de Jesús comían con las manos impuras, es decir, sin habérselas lavado, los fariseos y los escribas le preguntaron: “¿Por qué tus discípulos comen con manos impuras y no siguen la tradición de nuestros mayores?” (Los fariseos y los judíos, en general, no comen sin lavarse antes las manos hasta el codo, siguiendo la tradición de sus mayores; al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones, y observan muchas otras cosas por tradición, como purificar los vasos, las jarras y las ollas).
Jesús les contestó: “¡Qué bien profetizó Isaías sobre ustedes, hipócritas, cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Es inútil el culto que me rinden, porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos! Ustedes dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres”.
Después, Jesús llamó a la gente y les dijo: “Escúchenme todos y entiéndanme. Nada que entre de fuera puede manchar al hombre; lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro; porque del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre”. Palabra del Señor.
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Mensaje
El evangelio de este Domingo nos lanza a la gran empresa de la conquista de nosotros mismos, a ponernos por encima del dinamismo de nuestro ego, de la fuerza de sus deseos y la resistencia de sus apegos. Para conseguirlo el Señor nos enseña la prioridad de la Palabra y la centralidad del corazón.
Dando primacía a la Palabra de Dios en nuestra vida y purificando nuestro corazón de todo egoísmo es como podremos ser hombres nuevos.
La discusión sobre lo puro y lo impuro
El comportamiento de los discípulos de Jesús llama la atención. A los ojos de los escribas y fariseos los seguidores de Jesús se ubican fuera de la ley porque infringen las normas de pureza ritual en el ámbito de la mesa.
Los escribas y fariseos, como intérpretes oficiales de la ley y salvaguardas de la fidelidad a la Alianza, exigen el cumplimento de los numerosos preceptos en los que habían descodificado Ley de Moisés, volviéndola una carga pesada para la práctica religiosa judía y haciendo depender la religiosidad auténtica de la interpretación que ellos habían hecho de la Ley.
Los discípulos de Jesús no eran anárquicos. Asimilaban las enseñanzas de Jesús acerca de la auténtica religiosidad y simplemente no observaban algunas normas creadas por el judaísmo rabínico como la prescripción ritual de lavarse las manos antes de comer. No se trataba de una cuestión de higiene, sino una prescripción espiritual para poder invocar el nombre de Dios al pronunciar la bendición sobre los alimentos; se trata por tanto de un gesto de pureza externa que expresa la pureza del corazón necesaria para entrar en comunión con Dios.
Jesús responde a los escribas y fariseos justificando el comportamiento de sus discípulos. El punto central de su respuesta es la relación con Dios acentuando la prioridad de la Palabra y la centralidad del corazón.
En el centro: la Palabra de Dios
A partir de una cita de Isaías, Jesús denuncia la hipocresía de los acusadores quienes «dejando el precepto de Dios, se aferran a la tradición de los hombres». El Señor pone al centro el mandamiento de Dios, todo lo que se opone o limita su cumplimiento es palabra de hombre. Lo que determina si una persona está lejos o cerca de Dios y su autenticidad de la religiosidad es el cumplimiento de los mandamientos divinos.
Jesús ejemplifica con lo que sucede con el 4º mandamiento que dice «honra a tu padre y a tu madre» haciendo ver cómo lo que dice el mandamiento, la enseñanza de Moisés y en definitiva la Palabra de Dios es reemplazada por la tradición de los escribas y fariseos que, so pretexto de religiosidad, justifican comportamientos injustos que privan a los padres del honor que les es debido, del respeto, del reconocimiento y de la solicitud cuando requieren de cuidados.
La respuesta de Jesús a los fariseos nos pide examinar cuidadosamente las normas que determinan nuestro comportamiento. Nuestro actuar debe estar orientado por le mandamiento de Dios y éste nunca pude ser reemplazado por prácticas o costumbre devotas.
Es común que los grupos humanos vayan configurando prescripciones humanas, producto del egoísmo, de la conveniencia o de los intereses y que en ocasiones se convierten en los referentes principales para orientar la conducta. Jesús pide a sus discípulos tener como único punto de referencia válido el mandamiento de Dios para estar en justa relación con Él y es en ello en lo que consiste la verdadera pureza, de manera que para enterar en comunión con Dios es necesario purificar la raíz, es decir, el corazón.
Pureza de corazón
Si en la primera parte del evangelio de hoy Jesús establece la primacía de la Palabra de Dios, en la segunda parte nos hace entender que el cumplimiento exterior de la ley no es suficiente, que es el corazón del hombre el que en definitiva debe orientarse por la voluntad de Dios. La sintonía con Dios debe nacer del interior, no puede limitarse a gestos exteriores. Sólo se ama desde el corazón, por ello, el verdadero culto, la auténtica comunión con Dios, nace del corazón y no del cumplimiento externo de las normas.
Las acciones malvadas -las que apartan de Dios-, provienen del corazón malvado; por ello, la primera preocupación de una persona debe ser la de tener un corazón puro desde donde es posible transformar el mundo entero.
En el simbolismo bíblico el «corazón» representa el centro, el lugar en el que una persona toma conciencia de sú misma, reflexiona sobre los acontecimientos, medita sobre el sentido de la realidad y asume comportamientos responsables ante la vida y ante el misterio de Dios.
La salvación que ofrece Jesús pasa por el corazón de cada persona, convirtiéndolo con la fuerza del Espíritu en un corazón movido por el amor de Dios para amar a los demás con un corazón semejante al suyo. El auténtico culto, el que nos permite estar y vivir en comunión con Dios pide de nosotros un corazón puro, que se vuelve así en fuente de la vida moral. Un corazón puro no es sólo el que está preparado para la comunión con Dios sino el que está en plena sintonía con su querer, con sus sentimientos y con su proyecto para el mundo.
Jesús cita el decálogo haciendo ver qué sucede cuando creemos ser hombres nuevos y en realidad no lo somos. Presentando una lista selectiva de doce pecados que abarcan distintos campos del comportamiento humano se perfila el hombre viejo y al mismo tiempo se señalan los aspectos de la vida en los que debe brillar la autenticidad del hombre nuevo de corazón puro.
Las maldades que se enumeran corresponden a prohibiciones que se encuentran en las disposiciones del decálogo; se trata de actitudes que hay que evitar porque nos separan de Dios, nos impiden entrar y permanecer en comunión con Él. La raíz del pecado es una decisión no una casualidad. Los actos humanos provienen de un proceso interno de reflexión del que derivan las decisiones. Toda decisión tiene una motivación; cuando la motivación es mala, es decir, está basada en criterios que buscan sólo la ventaja personal con perjuicio de otro, lo que se sigue es una mala acción. Antes de ser acción el pecado se ha “incubado” en el corazón por lo que implica una responsabilidad personal.
En este sentido la fornicación es pecado, porque se actúa movido por un deseo sexual incontrolado que busca la propia satisfacción, haciendo de la pareja un objeto, negando su valor y sacrificando relaciones estables más profundas basadas en el amor. Lo mismo pasa con el robo que es un autoengaño que pone todo, sin respetar el derecho del otro, al servicio de los propios intereses, al grado de llegar a privar a una persona de su propia vida.
Cuando una persona se mueve por sus deseos se pierde de vista la persona del «otro» todas sus acciones están en función de si mismo, encerrándose en su ego y haciéndose incapaz de la comunión con el «Otro» que es Dios. En este sentido el egocéntrico es una persona dañada en la estructura de su personalidad, que encuentra placer en dañar a los demás, que goza al verles sometidos, humillados, vejados, divididos, que se alegra cuando el prójimo cae en desgracia y que tienen como principal motivación engañar, destruir y complicar la vida a los demás.
Quien se mueve por el dinamismo del maligno actúa con doblez, hace un mal uso de su inteligencia con el fin de lograr su deseos ocultos; actúa con desenfreno, se siente con derecho a todo, su criterio de acción es su capricho personal y pasa por encima de los demás, públicamente, sin temor a escandalizar, perdiendo el respeto por sí mismo y por los demás, volviéndose un sin-vergüenza.
A la base de todo está la envidia, es decir, ver con rabia el éxito y la felicidad de los demás por no sentirse suficientemente amado o por sentir valer poco al grado de llegar a ver a los cercanos como una amenaza y considerar que es injusto que tengan lo que tienen como si fuera un derecho que al envidioso le fue negado.
Finalmente el «corazón impuro» llega a la injuria, a considerar no tener nada que agradecerle a Dios; a la insolencia que hace pensar que no se tiene necesidad de Dios, que es posible hacer y deshacer por cuenta propia y a la insensatez que más que referirse a la falta de inteligencia se refiere a no tener disponibilidad para reconocer la grandeza y el poder de Dios, es la pérdida del sentido de las cosas que lleva a acciones desatinadas, sin ningún criterio de valoración moral y por tanto completamente fuera del proyecto de Dios.
A partir de la crítica de los escribas y fariseos que califican de impuras las actitudes de los discípulos Jesús hace un comentario a los Diez Mandamientos enseñando que la Ley se vive desde un nuevo principio espiritual que es el amor, que exige un corazón puro, libre del ímpetu egoísta de los propios deseos para poder estar lleno del sentido de Dios, para reconocer con gratitud nuestra dependencia de Él y la posibilidad que nos da de hacer el bien a nuestros hermanos.