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Corpus Christi
Textos
† Del evangelio según san Juan (6, 51-58)
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida”.
Entonces los judíos se pusieron a discutir entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Jesús les dijo: “Yo les aseguro: Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él.
Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí.
Este es el pan que ha bajado del cielo; no es como el maná que comieron sus padres, pues murieron. El que come de este pan vivirá para siempre”. Palabra del Señor.
Mensaje[1]
«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida», dice Jesús. En la memoria de quienes le escuchaban resonaban pasajes bíblicos en los que se expresaba la comunión con Dios con imágenes de un banquete.
En el libro de los proverbios se escribe que la Sabiduría preparó un banquete e invitó a todo el mundo: «Vengan a compartir mi comida y a beber el vino que he mezclado. Dejense de simplezas y vivirán, y sigan el camino de la inteligencia» (9, 4).
Jesús, en lo referente al banquete, llevaba a la práctica las páginas de las Escrituras. Afirma que el pan del banquete es él mismo, su cuerpo. «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Discutían sobre lo que quería decir con aquellas palabras. Pero Jesús, que conoce su pensamiento, afirma: «Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes». Este lenguaje de Jesús es muy concreto, hasta hacerse escandalosamente crudo.
«La carne y la sangre» indicaban al hombre entero, la persona, su vida, su historia. Jesús se ofrece a sus oyentes; podríamos decir, en el sentido más realista del término, que se ofrece como comida para todos. Realmente Jesús no quiere guardarse nada para él y ofrece toda su vida por los hombres.
La Eucaristía, este admirable don que el Señor ha dejado a su Iglesia, hace realidad nuestra misteriosa y realísima comunión con él. Pablo, con energía, dice a los cristianos de Corinto: «lo La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16).
Todo eso nos hace plantear cómo vamos a la Eucaristía. Muchas veces, por desgracia, cedemos a una cansada costumbre que priva a los que se acercan a la Eucaristía de degustar la dulzura de semejante misterio de amor. Un misterio de amor tan elevado que debe hacemos pensar a todos que somos siempre indignos de recibirlo. Es una verdad que muchas veces olvidamos.
Es el Señor quien viene a nosotros; es él quien se acerca a nosotros hasta convertirse en comida y bebida. La actitud que debemos tener cuando nos acercamos a la Eucaristía debe ser la del mendigo que tiende la mano, del mendigo de amor, del mendigo de curación, del mendigo de consuelo, del mendigo de ayuda.
Cuentan las historias antiguas que una mujer fue a confesar a un padre del desierto que la asaltaban terribles tentaciones y que muchas veces la vencían. El santo monje le preguntó cuánto tiempo hacía que no recibía la santa Eucaristía. Ella contestó que ya hacía muchos meses. El monje le contestó: «Intente no comer nada durante el mismo número de meses y luego venga a decirme cómo se siente». La mujer entendió la enseñanza del monje y empezó a comulgar regularmente.
La Eucaristía es alimento esencial para la vida del creyente, es incluso su misma vida, como Jesús mismo, que concluyendo su discurso, afirma: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí». El Señor parece no pedirnos más que responder a su invitación y gozar de la dulzura y la fuerza de este pan que él continúa dándonos gratuita y abundantemente.
[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 318-319.