Cuaresma
Sábado de la semana V
Textos
† Del evangelio según san Juan (11, 45-56)
En aquel tiempo, muchos de los judíos que habían ido a casa de Marta y María, al ver que Jesús había resucitado a Lázaro, creyeron en él. Pero algunos de entre ellos fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús.
Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron al sanedrín y decían: “¿Qué será bueno hacer? Ese hombre está haciendo muchos prodigios. Si lo dejamos seguir así, todos van a creer en él, van a venir los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación”.
Pero uno de ellos, llamado Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: “Ustedes no saben nada. No comprenden que conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que toda la nación perezca”. Sin embargo, esto no lo dijo por sí mismo, sino que, siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios, que estaban dispersos. Por lo tanto, desde aquel día tomaron la decisión de matarlo.
Por esta razón, Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la ciudad de Efraín, en la región contigua al desierto y allí se quedó con sus discípulos.
Se acercaba la Pascua de los judíos y muchos de las regiones circunvecinas llegaron a Jerusalén antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban a Jesús en el templo y se decían unos a otros: “¿Qué pasará? ¿No irá a venir para la fiesta?”. Palabra del Señor.
Fondo Musical: P. Martin Alejandro Arceo Álvarez
Mensaje[1]
Este pasaje evangélico que sigue inmediatamente a la resurrección de Lázaro quiere prepararnos para la celebración de la santa semana de la pasión, muerte y resurrección de Jesús.
Los sumos sacerdotes han comprendido que el milagro de la resurrección de Lázaro era un acontecimiento tan extraordinario que podía hacer crecer de manera imparable un movimiento de adhesión a Jesús. Y entonces sería fácil que el poder que tenían sobre la gente se hiciera pedazos. Se repetía de forma análoga lo que sucedió ya en el momento del nacimiento de Jesús, cuando Herodes trató de matar al Niño temiendo que pudiera disputarle el trono. Y también esta vez se decide matar a Jesús.
Caifás, en plena asamblea, toma la palabra y dice con solemnidad: «Conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación». Él no sabía que estaba interpretando el significado más profundo y verdadero de Jesús, único salvador del mundo. En efecto, la muerte de Jesús habría abatido los muros que dividían a los pueblos, y la historia habría tomado un nuevo rumbo, el de la unidad entre las naciones. En aquella asamblea se tomó por tanto la decisión solemne de matar al joven profeta.
Jesús, una vez más, se retira y va a Efraín con sus discípulos. Es el tiempo de la oración y de la reflexión. Era necesario crecer en la comunión, reforzar los vínculos de amistad y fraternidad, y para los discípulos, crecer en la fe hacia aquel Maestro.
Jesús sabía bien en qué medida era necesario, sobre todo en aquel momento, recoger y reforzar su fe. Yo pienso que gastó no pocas energías en adiestrarles y exhortarles para que permanecieran firmes en el camino del amor, venciendo temores, cerrazón y miedos. Jesús trataba de esconderse para evitar que la multitud, que había aprendido a reconocerlo, se reuniese. Pero el deseo que tantos tenían de verlo, de hablar con él, de tocarlo, era tan grande que muchos de los peregrinos llegados a Jerusalén para la Pascua se acercaban al templo para verle. Este deseo de las multitudes de ver a Jesús es una invitación también para nosotros en estos días, para que no nos separemos de este maestro que «todo lo ha hecho bien».
[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 145-146.