Jesús fue un sábado a la sinagoga y se puso a enseñar

Tiempo Ordinario

Martes de la I Semana

En aquel tiempo, se hallaba Jesús en Cafarnaúm y el sábado fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Los oyentes quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.

Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: “¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios”. Jesús le ordenó: “¡Cállate y sal de él!” El espíritu inmundo, sacudiendo al hombre con violencia y dando un alarido, salió de él. Todos quedaron estupefactos y se preguntaban: “¿Qué es esto? ¿Qué nueva doctrina es ésta? Este hombre tiene autoridad para mandar hasta a los espíritus inmundos y lo obedecen”. Y muy pronto se extendió su fama por toda Galilea. Palabra del Señor.

Tras abandonar el desierto de Judá y regresar a Galilea, Jesús elige Cafarnaún como su morada habitual. No se queda en Nazaret, donde había vivido treinta años. La elección de estar en una ciudad no es casual. Jesús quiere sumergirse en el corazón de la vida de los hombres, sumergirse con sus discípulos en la vida de la sociedad de su tiempo. Podríamos decir que recoge el desafío de llevar la fuerza del Evangelio a la historia de los hombres. 

Esta indicación dice mucho a la Iglesia de nuestros días, llamada a vivir y a dar testimonio del Evangelio en una sociedad que desde hace tiempo vive ya mayoritariamente dentro de las grandes ciudades contemporáneas. No por casualidad el mismo papa Francisco se ha empeñado en volver a proponer la centralidad de la predicación evangélica en la ciudad. Como Jesús comenzó su misión en Cafarnaún, así la Iglesia debe renovar su predicación en las ciudades.

Es singular que Jesús parta directamente desde la sinagoga. Y aquí predica y cura, mostrando la fuerza de cambio que es propia de la predicación evangélica. Más adelante Jesús dirá que el Reino de Dios es como la levadura que fermenta toda la masa. Así también el Evangelio: debe fermentar toda la ciudad. El evangelista Marcos subraya la autoridad con la que Jesús hablaba y las consecuencias que se derivaban de ello. Señala que los presentes en la sinagoga «quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas». 

No se podía permanecer indiferente ante esa nueva enseñanza. Los que la escuchaban se veían como forzados a tomar una decisión: seguir a Jesús y su sueño, o bien encerrarse en el propio pequeño mundo. La predicación de los escribas, cuyas palabras estaban llenas de reglas y dictámenes, no alcanzaba el corazón y dejaba a la gente a merced de sí misma o de las modas emergentes. 

Viéndolo bien, también hoy vivimos en una situación parecida. Nuestras ciudades están como sumergidas en una profunda crisis de valores y de comportamientos. Lo que parece prevalecer en todas partes es un exasperado individualismo que lleva a encerrarse y a preocuparse sólo de uno mismo. Cada uno parece tener su propio dios, su templo, su escriba y su predicador, hasta hablar de ciudades politeístas. Pero al final permanece firme un único «dios», el propio «yo». Y hay quien habla de un nuevo culto, la «egolatría», el culto del propio «yo», sobre cuyo altar se sacrifica cualquier cosa, incluso las más queridas. 

Cuando estamos concentrados sólo en nosotros mismos, somos presa de los innumerables «espíritus inmundos» que en las ciudades contemporáneas se multiplican sin parar. Estos espíritus, que siguen amargando la vida de nuestras ciudades, no soportan que se les moleste en sus dominios. Y gritan contra la predicación del Evangelio: «¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret?». 

En efecto, hay una oposición a la predicación evangélica para que no perturbe la concentración en nosotros mismos, que divide y envenena la vida de nuestras ciudades. Pero el Evangelio es decisivo para salvar a los hombres y a las mujeres de la esclavitud de una vida llena de miedos y de violencias. «¡Cállate!, sal de él». 

Es necesario que las comunidades cristianas y los discípulos salgan de ellos mismos y de sus costumbres, también pastorales, para emprender la nueva misión de expulsar los múltiples espíritus que subyugan a tantos en nuestras ciudades. Para que se afirme, por el contrario, una nueva cultura, la de la misericordia, de la acogida, del encuentro, de la ayuda recíproca. El papa Francisco no deja de recordárselo a todos los discípulos. Es urgente que toda la Iglesia, todo creyente y la comunidad eclesial en su totalidad, encuentren de nuevo la valentía de volver a proponer el Evangelio «sine glossa», sin añadidos, como decía Francisco de Asís. Sólo esta autoridad es la que «manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen».


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2019, 78-79.

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