24 de octubre
San Rafael Guízar y Valencia, Obispo
Fiesta en México
Textos
† Del evangelio según san Juan (10, 11-16)
En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas. En cambio, el asalariado, el que no es el pastor ni el dueño de las ovejas, cuando ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; el lobo se arroja sobre ellas y las dispersa, porque a un asalariado no le importan las ovejas.
Yo soy el buen pastor, porque conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, así como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre. Yo doy la vida por mis ovejas. Tengo además otras ovejas que no son de este redil y es necesario que las traiga también a ellas; escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor.
El Padre me ama porque doy mi vida para volverla a tomar.
Nadie me la quita; yo la doy porque quiero. Tengo poder para darla y lo tengo también para volverla a tomar. Este es el mandato que he recibido de mi Padre”. Palabra del Señor.
Mensaje[1]
Jesús se presenta como el «buen pastor», es decir, como aquel que reúne y guía a las ovejas hasta ofrecer la vida por su salvación; y añade que el que no da su vida por las ovejas no es pastor sino asalariado. Para indicar el peligro, emplea la imagen del lobo que «el lobo se arroja sobre ellas y las dispersa».
Si lo consideramos con detenimiento, la obra del lobo congenia con la actitud de asalariado, pues a ambos les interesa solo su provecho, su satisfacción, su propia ganancia y no la de las ovejas. De aquí sale una especie de conjura diabólica de los indiferentes y de los egoístas.
Si pensamos en el enorme número de personas que han perdido el sentido de la vida y vagan sin ningún objetivo, si vemos a los millones de refugiados que abandonan sus tierras y su deseo de una vida mejor sin que nadie se preocupe, si observamos la dispersión de los jóvenes en busca de la felicidad sin que haya alguien que les indique el camino, por desgracia debemos constatar la triste y cruel alianza entre los lobos y los asalariados, entre los indiferentes y quienes buscan solo obtener ventajas personales de tales dispersiones.
El profeta Ezequiel escribe: «Mi rebaño anda disperso por toda la superficie de la tierra, sin que nadie se ocupe de él ni salga en su busca» (Ez 34, 6). El Señor Jesús afirma: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas». Es lo que hizo en los días de la Pasión cuando amó a los suyos hasta el final, hasta la efusión de la sangre. Todo el Evangelio no habla de otra cosa más que de este vínculo entre las muchedumbres abandonadas, extenuadas y sin pastor, y Jesús que se conmueve por ellas.
«¿Quién de ustedes que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la que se perdió, hasta que la encuentra?», dice el Señor. Se atribuye a san Carlos Borromeo la frase: «Para salvar un alma, aunque fuera solo una, iría hasta el infierno». Este es el ánimo del pastor, ir hasta el infierno es decir, hasta el límite más bajo para salvar a una persona. Se puede comprender también bajo esta perspectiva la «bajada a los infiernos» de Jesús en el Sábado santo. Como buen pastor, fue a buscar a quien estaba perdido, a quien estaba y está olvidado, a quien estaba y está en los infiernos de este mundo que el mal y los hombres han creado.
El papa Francisco insiste en que los pastores tengan en sí mismos «olor» a oveja; y debemos intensificar la oración para que el Señor conceda a su Iglesia jóvenes que escuchen la invitación a ser «pastores» según su corazón. Sin embargo, es de una comunidad de creyentes que se preocupan por los demás de donde pueden nacer «pastores». De hecho, el buen pastor no es un héroe, sino una persona que ama.
Amar a los demás significa tener sentimientos amplios como los de Jesús, «También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor». El amor de Dios hace que nos conmovamos por quienes vagan en nuestras ciudades buscando llegar a su destino, por aquel hombre o aquella mujer cercana o lejana que espera consuelo y no lo encuentra.
Toda la comunidad cristiana, unida al Señor Jesús, está llamada a conmoverse por las muchedumbres, y con Jesús reza para que no falten los obreros para la viña del Señor. Asimismo, cada creyente, ante Dios y ante «los campos, que blanquean ya para la siega» (Jn 4, 35), debe decir con el profeta: «Aquí estoy: envíame» (Is 6, 8).
[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 185-186.