Se transfiguró en su presencia

6 de agosto

La Transfiguración del Señor

Textos

† Del evangelio según san Mateo (17, 1-9)

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con él a un monte elevado.

Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve.

De pronto aparecieron ante ellos Moisés y Elías, conversando con Jesús.

Entonces Pedro le dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.

Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”.

Al oír esto, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de un gran temor. Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: “Levántense y no teman”.

Alzando entonces los ojos, ya no vieron a nadie más que a Jesús.

Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No le cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”. Palabra del Señor. 

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Mensaje[1]

En el texto de Mateo, la narración de la transfiguración comienza con una indicación cronológica -«Seis días después»- que lo vincula con lo precedente, es decir, con la profesión de fe de Pedro, con el primer anuncio claro por parte de Jesús de su pasión y con la declaración de que para ser discípulos es necesario seguirle por el camino de la cruz. «Seis días después» el Maestro lleva a tres de sus discípulos a una montaña alta para concederles la experiencia anticipada de la gloria prometida después de padecer.

En aquella elevada soledad Jesús les muestra su aspecto divino «cambiando de aspecto». Mateo insiste particularmente en la luz y el fulgor que emanan de él, evocando la figura del Hijo del hombre de Dn 10 y la narración de la manifestación de YHWH en la cumbre del Sinaí (Ex 34,29-33). 

Las continuas alusiones a las teofanías del Antiguo Testamento (Ex 19,16; 24,3; 1 Re 19, 11) indican que está pasando algo extremadamente importante: en Jesús la antigua alianza va a transformarse en «nueva y eterna alianza». La aparición de Moisés y Elías testimonia que Jesús es el cumplimiento de la Ley y los Profetas, el que guiará al pueblo a la verdadera tierra prometida y lo restablecerá en la integridad de la fe en Dios.

La intervención de Pedro indica el contexto litúrgico de la fiesta de los Tabernáculos, la más alegre y respladeciente de luces, que conmemoraba el tiempo del Éxodo, cuando Dios bajaba en medio de su pueblo morando también él en una tienda, la tienda del encuentro. La Nube de la Presencia (shekhînah), que ahora desciende y envuelve a los presentes, actualiza y lleva a la plenitud la liturgia: como declara la voz que se oye desde el cielo, Jesús es el profeta «más grande» preanunciado por el mismo Moisés (Dt 18,15), y lo es por ser el Hijo predilecto de Dios.

Ante esta manifestación extraordinaria de gloria, un gran temor se apodera de los discípulos. Jesús los reanima con su gesto y su palabra como el Hijo del hombre de la visión de Daniel. Se vuelve más desconcertante e incomprensible a los discípulos lo que Jesús, ya sólo, les dice: el Hijo del hombre -la figura gloriosa esperada como conclusión de la historia- deberá afrontar la muerte y resucitar.


[1] G. Zevini – P.G. Cabra – J.L. Monge García, Lectio divina para cada día del año. 3., III, 111-112.

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