3 de mayo
La Santa Cruz
Fiesta en México
Textos
† Del evangelio según san Juan (3, 13-17)
En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del hombre, que bajó del cielo y está en el cielo. Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él”. Palabra del Señor.
Fondo Musical: P. Martin Alejandro Arceo Álvarez
Mensaje[1]
La liturgia de la Iglesia Universal celebra la exhaltación de la Santa Cruz el 14 de septiembre, recordando el día en que en que se dedicó la basílica del Santo Sepulcro que había sido restaurada por Constantino. En México se conservó para la celebración de la Santa Cruz la fecha en que se celebraba antes de la reforma litúrgica, el 3 de mayo, día en que se recuerda el hallazgo de la Santa Cruz por Santa Elena. El fondo de ambas celebraciones es el mismo, la contemplación del gran amor de Dios, que, simbolizado en la Cruz, nos recuerda la entrega de la vida de su Hijo Jesucristo por nuestra salvación.
Con todo, más de alguno podría preguntarse, ¿cómo se puede exaltar un instrumento de suplicio hasta el punto de reservarle un día de fiesta? Hoy la Iglesia, al poner en el centro de nuestra contemplación la Cruz de Cristo, nos hace dirigir nuestra mirada al inimaginable amor de Jesús por cada uno de nosotros. Por eso es realmente necesario dar gracias a Dios por la cruz.
Sobre la madera de la Cruz fue derrotado para siempre el amor por uno mismo y triunfó definitivamente el amor por los demás. La cruz es como la síntesis, o aún más, la culminación del amor de Jesús por nosotros. Él, como escribe el apóstol Pablo en el himno de la Epístola a los Filipenses, empezó su camino hacia la cruz cuando «no reivindicó su derecho a ser tratado igual a Dios». Por amor «se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo»; por amor «se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz».
El Padre se conmovió por ese amor totalmente desinteresado del Hijo hasta el punto de que «lo exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre».
En la Cruz, la muerte y la vida se enfrentan en la última y definitiva batalla. Y la lucha se produce en el cuerpo de Jesús. Él muere. Pero junto con él, muere también el amor por uno mismo. Todos, bajo la cruz y al lado de la cruz, le gritaban: «sálvate a ti mismo». Pero Jesús lleva hasta las últimas consecuencias el peso del pecado. Él que vino para salvar a los demás, no podía salvarse a sí mismo.
Su Evangelio era exactamente lo contrario: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir». Jesús podía evitar la muerte; bastaba haber hecho caso de Pedro y los demás discípulos que querían disuadirle de ir a Jerusalén, o simplemente cerrar un pequeño acuerdo con Pilato, que incluso se lo había ofrecido. Pero de ese modo Jesús habría renunciado a su Evangelio, que es opuesto al del mundo, que siempre dice: «sálvate a ti mismo». Muriendo así, Jesús salva el amor.
Y nosotros podemos decir finalmente que entre nosotros hay alguien que ama a los demás más que a sí mismo; alguien que está dispuesto a dar toda su vida, hasta perderla, por cada uno de nosotros. Y el apóstol Pablo nos hace pensar aún más profundamente cuando escribe: «Difícilmente habrá alguien que muera por un justo -tal vez por un hombre de bien se atrevería uno a morir- . Así que la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros».
[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 346-347.