Cuaresma
Jueves de la semana I
Textos
† Del evangelio según san Mateo (7, 7-12)
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; toquen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que toca, se le abre.
¿Hay acaso entre ustedes alguno que le dé una piedra a su hijo, si éste le pide pan? Y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Si ustedes, a pesar de ser malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, con cuanto mayor razón el Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quienes se las pidan.
Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. En esto se resumen la ley y los profetas”. Palabra del Señor.
Fondo Musical: P. Martin Alejandro Arceo Álvarez
Mensaje[1]
Jesús enseña la necesidad de la oración de petición y declara la certeza de que es escuchada. ¿Se da una contradicción con lo que dijo acerca de que Dios conoce de antemano nuestra necesidades? Ciertamente, no; en la oración no es preciso ser palabrero, porque el Padre «conoce», pero es necesario asumir la actitud interior del que pide, del que esta dispuesto a acoger, de quien se sabe necesitado, por tanto, de quien sabe ubicarse en la verdad de la propia condición humana.
Dios mismo da al que pide y abre al que llama: de hecho, los verbos usados -«se les dará», «se les abrirá» en la forma griega hacen referencia a Dios sin pronunciar su nombre. Si a un hijo que pide alimento su padre no le daría cualquier cosa que se le parezca en su aspecto externo pero que en sustancia sea muy diferente, mucho más Dios, el único bueno, el padre más solícito, dará «cosas buenas» a todos los que le piden.
El Padre escucha siempre las súplicas de sus hijos y da lo que realmente es mejor al que lo invoca. El último versículo recuerda un dicho rabínico: «Lo que es odioso para ti, no lo hagas a tu prójimo. En esto está toda la ley, el resto sólo es una explicación». Jesús lo relata en forma positiva, y esto es mucho más exigente: no se trata de un «no hacer», sino de algo concreto que nos exige estar siempre atentos por el bien de los demás; por esta razón, cambia completamente la vida del que lo toma en serio, le lleva a la verdadera conversión: descentrarse de nosotros mismos para que nuestro centro sean los demás.
[1] G. Zevini – P.G. Cabra – J.L. Monge García, Lectio divina para cada día del año. 3., 92.