10 de febrero
San José Sánchez del Río
Fiesta en la Diócesis de Zamora
Solemnidad en Sahuayo
Textos
† Del evangelio según san Mateo (10, 34-39)
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: “No piensen que he venido a traer la paz a la tierra; no he venido a traer la paz, sino la guerra.
He venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y los enemigos de cada uno serán los de su propia familia.
El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que salve su vida, la perderá y el que la pierda por mí, la salvará. Palabra del Señor.
Mensaje[1]
Jesús pide a los discípulos un amor radical. Si dejamos que nos amen podemos comprender esa petición de Jesús, que de lo contrario parece exagerada. Él es el primero que ama a los suyos más que a su propia vida. Para Jesús, solo amándole a Él más que a nadie podemos aprender a amar a todo el mundo. Solo quien tiene este amor es «digno» del Señor. Hasta tres veces en pocas líneas se repite: «ser digno de mí». Pero ¿quién puede afirmar ser digno de acoger al Señor?
Basta una mirada realista a nuestra vida para darnos cuenta de nuestra pequeñez y nuestro pecado. Ser discípulo de Jesús no es fácil ni inmediato, y no se logra por nacimiento o tradición. Uno es cristiano solo porque lo decide. Los discípulos de Jesús están llamados a amarlo por encima de cualquier otra cosa. Solo así encuentran el sentido de la vida. Por eso Jesús puede decir: «El que salve su vida, la perderá y el que la pierda por mí, la salvará». Es una de las frases más reproducidas en los evangelios (hasta seis veces).
El discípulo «encuentra» su vida -en la resurrección- cuando la «pierde», es decir, cuando la entrega hasta el último día de su existencia, para anunciar el Evangelio. Es justo lo contrario de la concepción del mundo, según la cual la felicidad consiste en guardar para uno mismo la vida, el tiempo, las riquezas y los intereses. El discípulo, por el contrario, halla su felicidad cuando vive para los demás y no solo para sí.
Es una verdad humana: solo el amor que damos es nuestro. Estamos en la conclusión de este «manual» de los discípulos en misión, así se podría definir el capítulo 10 de Mateo, y Jesús expone algunas consideraciones sobre cómo les reciben. Y dice: «quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado ».
La dignidad del discípulo proviene de identificarse con el Maestro, pues no lleva su propia palabra sino la de Dios. Jesús también les llama «pequeños». La única riqueza del discípulo es el Evangelio, y frente al Evangelio también él es pequeño. El discípulo depende totalmente del Evangelio. Esta es la riqueza que debemos conservar; esta es la riqueza que debemos transmitir.
San José Sanchez del Río a su corta edad había aprendido con el corazón lo que hoy dice el evangelio, por eso lo recordamos con su famosa frase «nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo», dicha a su mamá con una candorosa sencillez. Los testigos de su vida nos hablan de él como de un niño normal, como los demás, que iba a la escuela y jugaba con sus compañeros, que amaba a sus padres y a sus familiares, a los que estuvo siempre unido. Pero sobre todos los cariños humanos, sobre todas las cosas de este mundo, sobre las riquezas mismas, pudo más el amor a Cristo: «Fui hecho prisionero —escribía cuatro días antes de su martirio—; voy a morir, pero nada me importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios. Yo muero muy contento, porque muero en la raya al lado de Nuestro Señor». Y en los instantes mismos del martirio, sus últimas palabras son una despedida casi litúrgica, con la que rubrica el holocausto de su vida: «Nos veremos en el cielo. ¡Viva Cristo Rey!, ¡Viva Santa María de Guadalupe!». (Card. Saraiva, Homilía en Sahuayo, 21 noviembre 2005)
[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 282.