Tiempo ordinario
Lunes de la semana II
Textos
Lectura de la carta a los hebreos (9, 15. 24-28)
Hermanos: Cristo es el mediador de una alianza nueva. Con su muerte hizo que fueran perdonados los delitos cometidos durante la antigua alianza, para que los llamados por Dios pudieran recibir la herencia eterna que él les había prometido.
Porque no entró Cristo en el santuario de la antigua alianza, construido por mano de hombres y que sólo era figura del verdadero, sino en el cielo mismo, para estar ahora en la presencia de Dios, intercediendo por nosotros.
En la antigua alianza, el sumo sacerdote entraba cada año en el santuario para ofrecer una sangre que no era la suya; pero Cristo no tuvo que ofrecerse una y otra vez a sí mismo en sacrificio, porque en tal caso habría tenido que padecer muchas veces desde la creación del mundo. De hecho, él se manifestó una sola vez, en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.
Y así como está determinado que los hombres mueran una sola vez y que después de la muerte venga el juicio, así también Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos. Al final se manifestará por segunda vez, pero ya no para quitar el pecado, sino para salvación de aquellos que lo aguardan y en él tienen puesta su esperanza.
Palabra de Dios.
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Mensaje[1]
Con el término «alianza» (testamento) se expresa un compromiso sólido –es el sentido del uso de la terminología jurídica– por parte de Dios hacia su pueblo. Y la muerte de Jesús, sucedida una vez por todas, muestra la validez perenne del pacto. La Pascua no anula la cruz, es más, toda la teología cultual de la Carta tiende a representar el sacrificio de Cristo como un acontecimiento eterno y que realiza continuamente la salvación. La muerte de Jesús era necesaria para nuestra salvación.
El autor lee en la aspersión con la sangre del «libro mismo y todo el pueblo», hecha por Moisés en el Sinaí, la figura de la muerte sobre la cruz. Podríamos deducir que también la «palabra del Evangelio» debería rociarse con la sangre. Es como decir que no es posible separar el Evangelio de la cruz: la muerte de Jesús no es una reparación necesaria para quitar los pecados, sino la lógica conclusión de un amor que lleva a dar la vida por la salvación de los demás.
A través de su sacrificio, Jesús nos ha hecho entrar ya desde ahora en el santuario celeste. Por tanto, cuando en la Carta se habla de realidades «celestes» no se indican realidades lejanas de nosotros, sino la Iglesia, la comunidad de creyentes entendida como una casa de oración, de comunión fraterna y de amor por los pobres. La unicidad del sacrificio de Cristo se aplica también a la Iglesia porque es el lugar donde Cristo habita y se manifiesta.
La Iglesia se convierte en primicia de salvación, en el sentido de que en ella se realiza ya en cierto modo esa unidad de los creyentes pertenecientes a todos los pueblos de la tierra que, en un mundo global como el que estamos viviendo, permite «ver» desde ya el sentido de la fraternidad universal que prefigura el reino de los cielos que Jesús ha venido a inaugurar ya desde la tierra. Esta gran visión del destino de la humanidad es el horizonte en el que todo discípulo de Jesús debe concebirse. La vida de cada creyente se encierra en esta visión: en él vivimos, en él morimos y con él resurgimos a la vida nueva
[1] Paglia, Vincenzo. La Palabra de Dios cada día – 2023. Edición en español. pp. 77-78.