Tiempo Ordinario
Jueves de la semana II
Textos
Lectura de la carta a los hebreos (7, 23—8, 6)
Hermanos: Durante la antigua alianza hubo muchos sacerdotes, porque la muerte les impedía permanecer en su oficio. En cambio, Jesucristo tiene un sacerdocio eterno, porque él permanece para siempre. De ahí que sea capaz de salvar, para siempre, a los que por su medio se acercan a Dios, ya que vive eternamente para interceder por nosotros.
Ciertamente que un sumo sacerdote como éste era el que nos convenía: santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y elevado por encima de los cielos; que no necesita, como los demás sacerdotes, ofrecer diariamente víctimas, primero por sus pecados y después por los del pueblo, porque esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. Porque los sacerdotes constituidos por la ley eran hombres llenos de fragilidades; pero el sacerdote constituido por las palabras del juramento posterior a la ley, es el Hijo eternamente perfecto.
Ahora bien, lo más importante de lo que estamos diciendo es que tenemos en Jesús a un sumo sacerdote tan excelente, que está sentado a la derecha del trono de Dios en el cielo, como ministro del santuario y del verdadero tabernáculo, levantado por el Señor y no por los hombres. Todo sumo sacerdote es nombrado para que ofrezca dones y sacrificios; por eso era también indispensable que él tuviera algo que ofrecer. Si él se hubiera quedado en la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo ya quienes ofrecieran los dones prescritos por la ley.
Pero éstos son ministros de un culto que es figura y sombra del culto celestial, según lo reveló Dios a Moisés, cuando le mandó que construyera el tabernáculo: Mira, le dijo, lo harás todo según el modelo que te mostré en el monte. En cambio, el ministerio de Cristo es tanto más excelente, cuanto que él es el mediador de una mejor alianza, fundada en mejores promesas. Palabra de Dios.
Mensaje[1]
Estamos en el corazón de la fe cristiana: Jesús ha ofrecido su vida por nosotros, víctima inocente, único sacrificio a través del cual se ha constituido como mediador entre Dios y los hombres. A través de él podemos ser perdonados y entrar en comunión con Dios, vivir en la alianza con él. Con su muerte y resurrección ha dado inicio a un tiempo nuevo y a una nueva alianza en su sangre derramada por nosotros.
En la liturgia eucarística celebramos este gran misterio de la salvación, porque en el don de su cuerpo y de su sangre se renueva cada vez su muerte y resurrección, y somos constituidos como su pueblo, su comunidad. Comprendemos así mejor la centralidad de la liturgia eucarística del Domingo, en la que somos regenerados a una vida nueva, constituidos como un único pueblo formado por personas con historias y vidas diferentes pero unidos por el único sacerdote, el Señor Jesús.
Igual que el sábado judío es visto en el libro del Génesis como cumplimiento de la creación, así también en el domingo de los cristianos se realiza la nueva creación, la instaurada por la muerte y resurrección del Señor. Claro, esto es hoy para nosotros y para la creación un cumplimiento parcial, porque solo en Cristo Jesús se ha vencido la muerte y la corrupción, pero no en nosotros ni en la creación.
De hecho, anhelamos con esperanza el cumplimiento definitivo, cuando «no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4). Por esto todos necesitamos a este sumo sacerdote según el rito de Melquisedec, para que siga ofreciendo su vida por nosotros, dándonos su pan y haciéndose alimento para nosotros en esa Palabra que se convierte en pan y alimento de vida eterna.
[1] Paglia, Vincenzo. La Palabra de Dios cada día – 2023. Edición en español. pp. 72-73.