Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás

Pascua

Domingo de la IV semana

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. Me las ha dado mi Padre, y él es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi padre.

El Padre y yo somos uno”. Palabra del Señor.

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Después de habernos presentado tres testimonios de encuentros con Jesús resucitado, la liturgia pascual da un giro, para que como discípulos podamos contarnos entre los dichosos por creer sin haber visto. El cuarto domingo contemplamos al Buen Pastor, icono de la madurez cristiana, el quinto domingo, el mandamiento del amor, distintivo de la vida pascual del discípulo y la promesa del Espíritu Santo, asistencia divina que Jesús ofrece para vivir en el mundo como testigos de su resurrección.

Cada año, el cuarto domingo de Pascua, el evangelio pone ante nosotros la imagen del Buen Pastor, con la que Jesús se describió a si mismo, y que nos hace entenderlo como presencia de Dios en medio de su pueblo, para congregarlo, alimentarlo y defenderlo, en una palabra, para darle vida. La invitación de Jesús a identificarnos con Él nos hace entender que la estutura que el discípulo está llamado a alcanza es precisamente la del Buen Pastor, hombres y mujeres con capacidad de intimidad con Dios a partir de la escucha de su Palabra, con capacidad de entregar la vida para dar y defender la vida de quienes le son confiados.

La catequesis del Buen Pastor, la encontramos en el evangelio de Juan, en el capítulo 10, de los versículos 1 al 18. Después de la catequess y de las reacciones del auditorio el evangelista nos sitúa en Jerusalén, en medio de la fiesta de la Dedicación del Templo. Se presenta a Jesús paseándose por el pórtico de Salomón y a un grupo de judíos en torno suyo que le exige una respuesta clara y abierta acerca de su identidad; quieren saber si  Él es o no el Mesías (=el Cristo).

Jesús no les da ni un si, ni un no; les responde con un discurso que excede las expectativas que tienen sus interlocutores. Jesús aborda una vez más el tema del Buen Pastor, describiendo la calidad de sus relaciones y el contenido de ellas; habla del qué, del por qué y del para qué de una relación; habla de todo lo que alguien puede y debe hacer por otro para ofrecerle bienestar y calidad de vida. 

La imagen del Buen Pastor es perfecta para hablar de la relación entre Jesús y nosotros. Quien quiera saber en definitiva quién es Él, cuál es su realidad más profunda, debe contemplar sus actitudes y acciones de Pastor. La imagen nos ayuda a comprender la estatura moral que se espera de un discípulo de Jesús, llamado a alacanzar la plena madurez en Cristo (Ef 4, 13).

Pero no se describe a si mismo con una definición abstracta, sino de forma concreta, con acciones que se pueden verificar, por ello remite a las obras del Padre, que en definitiva son las que dan testimonio de Él. Si observamos las acciones de Jesús, podemos descubrir el sentido de su presencia en el mundo y qué todo lo que hace y dice tiene una fuente: la relación de intimidad que hay entre Él y el Padre Dios.

En el texto que contemplamos, Jesús deja conocer su identidad a través de los verbos que articulan el discurso. 1. Conocer; 2. dar -vida-; 3. no dejar arrebatar -proteger, dar seguridad en el peligro- y 4. ser uno-comunión de vida, proyecto y acción-; todos estos verbos se pueden sintetizar en el verbo amar, sobre el que volveremos la próxima semana al meditar sobre el mandamiento del amor.

Estos verbos nos permite conocer el tipo de relación que Jesús quiere establecer con nosotros y lo que podemos esperar de encontrarnos con él. Lo que Jesús hace por nosotros, nos intruduce en la dinámica de la fe, que también se especifica en tres verbos que encontramos hoy en el texto que contemplamos: 1. Escuchar la voz de Jesús; 2. Seguir la dirección del Pastor; 3. Ser don del Padre a Jesús.

Estoz siete verbos, los cuatro que describen la identidad de Jesús y los tres que especifican la dinámica de la fe, entrañan toques de ternura, y pueden ser visualizados mediante la relación de un pastor con sus ovejas. Para saber quién es Cristo para mi es necesario dejarlo hablar y escuchar atentamemte su enseñanza; en lo que nos dice, nos muestra quién es él verdaderamente y como está presente en nuestra vida y que podemos esperar de Él con certeza.

Las palabras de Jesús que contemplamos este domingo, con el trasfndo del pastoreo de las ovejas, se centran en la descripción de su relación con todas las personas, que han entrado en la dinámica de la fe y han puesto su confianza en Él.

– Escuchar y seguir. “mis ovejas escuchan mi voz… y ellas me siguen”. Las dos acciones que caracterizan a un discípulo de Jesús son: escucha y seguimiento; mediante la obediencia de la Palabra. 

Jesús se refiere a su ovejas; emplea el posesivo «mis ovejas» y deja conocer el estilo de su liderazgo. Vive su misión gratuita y sin condiciones; dispuesto a ofrecer la vida y a afrontar la muerte; a exponerse en primera persona para salvar a los que le pertenecen porque el Padre se los ha dado.

– Conocer – Dar. El rebaño del Pastor, no está formado por una masa de individuos; Jesús nos identifica, conoce nuestra historia, nuestras dificultades, nuestros defectos y nuestra personalidad. Nos conoce y nos acepta como somos, y así, desde la verdad de nuestro ser establece con nosotros una relación de intimidad, como la que el Hijo tiene con el Padre, relación que nos ofrece la vida eterna.

Jesús está siempre ercano a sus ovejas, con premura, con atención, con pacidcia, con delicadeza, con dedicación hasta el don total de sí mismo desde la Cruz, para que, los suyos, los que el Padre le ha dado, tengan vida.

– No perecerán – nadie las arrebatará. Nadie que entre en una relación de intimidad con Jesús, irá a la perdición ni será arrebatado de la mano de Jesús, porque Él es el Buen Pastor. Quien ama no quiere que el amor termine, el amor pide eternidad, en esta perspectiva, la relación de intimidad con Jesús en la dinámica del amor, nunca expoine nuestra vida, por el contrario, da vida y seguridad.

En esta relación, 1. la iniciativa es de Jesús; el ha hablado y obrado primero; 2. La relación se entabla desde la atracción, mediante el llamado, nadie fuerza a amar o a actuar contra la propia voluntad; 3. Jesús busca a todos, incluso a quienes le cierran las puertas y a sus enemigos. Es un amor que nos sobrepasa; sin embargo este amor no se activa si ni hay reconocimiento y amor recíproco. Por eso es importante la respuesta personal, que implica la vida y la saca de la pasividad.

Entramos en comunión  con el Buen Pastor en la medida que lo escuchanos y lo seguimos; para que sea verdaderamente nuestro Pastor tenemos que dejarlo que nos guíe, que nos indique la dirección, el camino recto y dejar que este horizonte purififique nuestras motivaciones y deseos, para alcanzar la plenitud, la realización de nuestros ser que proviene de nuestra comunión eterna con él.

Las palabras de Jesús, sobre el Buen Pastor, enfocan nuestra mirada hacia el futuro; los verbos en el texto progresan en esta dinámica hasta afirmar de las ovejas de Jesús: «nadie las arrebatará de mi mano». Con ello, Jesús nos asegura lo que nadie puede prometernos: la vida eterna, la defensa de todo mal y la comunión que no puede destruirse.

Quienes se aman se cuidan, mientras viven; cuando la persona amada muerte, es imposible hacer algo por ella. La relación con Jesús es distinta: para él no existe el límite de la muerte; el cuidado del Buen Pastor por sus ovejas supera la barrera del tiempo; de hecho la finalidad última del buen Pastor es darnos vida eterna.

La protección del buen Pastror nos da seguridad; en sus manos, nuestra vida está segura; su protección es más fuerte que todas las fuerzas del mal. Si Jesún nos protege no podemos perdernos; nada puede vencerlo. Jesús es el Cristo, su vida están en función de la nuestra; juega un papel decisivo para el sentido de nuestra vida y para el logro de nuestra realización personal.

Jesús nos conoce, nos ama y hace por nosotros lo que nadie podría hacer; sólo nos pide purificar nuestro concepto de Él; no es un mesías de bienes terrenos; ni un Mesías de esplendor y poder; es el Pastor que nos invita a vivir una relaciòn intensa, profunda y estable con Él.

Jesús nunca se presenta como una persona solitaria, al contrario: se muestra siempre como una persona amada que es capaz de amar; Jesús siempre está generando y animando relaciones. Si miramos con atención el evangelio notaremos enseguida que Jesús aparece continuamente inquieto por hablarnos de su relación con el Padre y por demostrarnos  todo  el  obrar  eficiente,  salvífico  y  vivificante  que  proviene  de  esta relación. El amor fundante entre el Padre y el Hijo se concreta en obras vivificantes por la humanidad.

Jesús y Dios Padre son uno en sus intenciones y en su acción. Por lo tanto el amor de Jesús y sus discípulos está sustentado por esta indestructible unidad. Jesús le anuncia esta Buena  Nueva  a  sus  discípulos  con  el  símbolo  de  la  mano que  acoge, sostiene y protege. Así es la mano potente y tierna del Padre Creador. Nuestra amistad con Jesús se beneficia del amor poderoso de Jesús con el Padre. De esta forma el pastoreo de Jesús tiene garantía: podemos confiar en Él porque bajo su dirección lograremos la meta de nuestra vida. El futuro de nuestra vida no es distinto del futuro de nuestro amor.

Pero esto no sólo vale para nuestra relación con Jesús. Todo discípulo del Señor aprenderá a ser pastor de sus hermanos, prolongando esta identificación de amor y de obra que caracteriza la relación del Padre con Jesús y de Jesús con los suyos.

 Estamos llamados, en todas nuestras relaciones, a inspirar seguridad y confianza. De esta forma tejeremos la anhelada comunión, la unidad (como la del Padre y el Hijo), que colma de sentido cada segundo de nuestro tiempo, que es capaz de vencer el mal que amenaza y acaba con las relaciones más bellas, que es capaz traspasar las barreras del muerte y prolongar el amor indefinidamente en la eternidad.


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 165-166

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