¿Y quién es, Señor, para que yo crea en él?

Cuaresma

Domingo de la semana IV

Ciclo A

Textos

† Del evangelio según san Juan (9, 1-41)

En aquel tiempo, Jesús vio al pasar a un ciego de nacimiento, y sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus padres?” Jesús respondió: “Ni él pecó, ni tampoco sus padres.

Nació así para que en él se manifestaran las obras de Dios.

Es necesario que yo haga las obras del que me envió, mientras es de día, porque luego llega la noche y ya nadie puede trabajar.

Mientras esté en el mundo, yo soy la luz del mundo”.

Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, se lo puso en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte en la piscina de Siloé” (que significa ‘Enviado’).

El fue, se lavó y volvió con vista.

Entonces los vecinos y los que lo habían visto antes pidiendo limosna, preguntaban: “¿No es éste el que se sentaba a pedir limosna?” Unos decían: “Es el mismo”.

Otros: “No es él, sino que se le parece”. Pero él decía: “Yo soy”.

Y le preguntaban: “Entonces, ¿cómo se te abrieron los ojos?” El les respondió: “El hombre que se llama Jesús hizo lodo, me lo puso en los ojos y me dijo: ‘Ve a Siloé y lávate’.

Entonces fui, me lavé y comencé a ver”.

Le preguntaron: “¿En dónde está él?” Les contestó: “No lo sé”. Llevaron entonces ante los fariseos al que había sido ciego.

Era Sábado el día en que Jesús hizo lodo y le abrió los ojos.

También los fariseos le preguntaron cómo había adquirido la vista. El les contestó: “Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo”.

Algunos de los fariseos comentaban: “Ese hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes prodigios?” Y había división entre ellos. Entonces volvieron a preguntarle al ciego: “Y tú, ¿qué piensas del que te abrió los ojos?” El les contestó: “Que es un profeta”.

Pero los judíos no creyeron que aquel hombre, que había sido ciego, hubiera recobrado la vista. Llamaron, pues, a sus padres y les preguntaron: “¿Es éste su hijo, del que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?” Sus padres contestaron: “Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Cómo es que ahora ve o quién le haya dado la vista, no lo sabemos.

Pregúntenselo a él; ya tiene edad suficiente y responderá por sí mismo”.

Los padres del que había sido ciego dijeron esto por miedo a los judíos, porque éstos ya habían convenido en expulsar de la sinagoga a quien reconociera a Jesús como el Mesías.

Por eso sus padres dijeron: ‘Ya tiene edad; pregúntenle a él’.

Llamaron de nuevo al que había sido ciego y le dijeron: “Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es pecador”.

Contestó él: “Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo”.

Le preguntaron otra vez: “¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?” Les contestó: “Ya se lo dije a ustedes y no me han dado crédito. ¿Para qué quieren oírlo otra vez? ¿Acaso también ustedes quieren hacerse discípulos suyos?” Entonces ellos lo llenaron de insultos y le dijeron: “Discípulo de ése lo serás tú.

Nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios. Pero ése, no sabemos de dónde viene”.

Replicó aquel hombre: “Es curioso que ustedes no sepan de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos.

Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero al que lo teme y hace su voluntad, a ése sí lo escucha.

Jamás se había oído decir que alguien abriera los ojos a un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder”.

Le replicaron: “Tú eres puro pecado desde que naciste, ¿cómo pretendes darnos lecciones?” Y lo echaron fuera.

Supo Jesús que lo habían echado fuera, y cuando lo encontró, le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?” El contestó: “¿Y quién es, Señor, para que yo crea en él?” Jesús le dijo: “Ya lo has visto; el que está hablando contigo, ése es”.

El dijo: “Creo, Señor”.

Y postrándose, lo adoró.

Entonces le dijo Jesús: “Yo he venido a este mundo para que se definan los campos: para que los ciegos vean, y los que ven queden ciegos”.

Al oír esto, algunos fariseos que estaban con él preguntaron: “¿Entonces, también nosotros estamos ciegos?” Jesús les contestó: “Si estuvieran ciegos, no tendrían pecado; pero como dicen que ven, siguen en su pecado”. Palabra del Señor.

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Mensaje

Este domingo contemplamos, en el evangelio según san Juan, el relato de la curación del ciego de nacimiento, estructurado en torno al símbolo de la luz y que en la pedagogía litúrgica se coloca junto al símbolo del agua que consideramos la semana pasada en el relato del encuentro de Jesús con la mujer samaritana junto al pozo de Jacob.

La cuaresma es el tiempo de preparación inmediata para el bautismo de los catecúmenos, es decir, de quienes se han convertido al cristianismo y quieren vivir su fe en el seno de la comunidad cristiana.  Los ya bautizados, vivimos la cuaresma como tiempo de renovación de la vocación bautismal, tiempo propicio para volver a la raíz, a nuestra condición de ‘estar injertados’ en Cristo, para podar las ramas secas que nos impiden dar en Él los frutos de amor que Dios espera de nosotros.

El relato del ciego de nacimiento es un texto muy elaborado, redactado a base de diálogos que se distribuyen en 7 escenas y en los que se encontramos 15 preguntas en labios de los protagonistas. Al respecto se puede leer con provecho el comentario del P. Sicre.

Nosotros nos detendremos a considerar el proceso de iluminación del ciego de nacimiento y la ceguera de quienes teniendo ojos no quieren ver.

La ceguera de los discípulos.

El relato comienza con la pregunta de los discípulos respecto a un ciego de nacimiento que encontraron en el camino. «Maestro, ¿quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus padres?». Esta pregunta revela la ceguera religiosa de los amigos de Jesús. El profeta Ezequiel, seis siglos antes de Cristo, ya había enseñado que cada quien es responsable de sus propias culpas y que Dios no castiga en los hijos las culpas de los padres (cf. Ez 18,20). La respuesta de Jesús es contundente: «Ni él pecó, ni tampoco sus padres» y al mismo tiempo ilumina la ceguera de los discípulos haciéndoles ver lo que no alcanzaban a ver: «Nació así para que en él se manifestaran las obras de Dios

En la actualidad, muchos creyentes cristianos podrían identificarse con la ceguera religiosa de los discípulos, pues a pesar de escuchar una y otra vez que Dios no castiga, siguen considerando las enfermedades como castigos queridos por Dios para la expiación de los pecados. 

Para Jesús la enfermedad no está vinculada necesariamente a un pecado precedente. Las enfermedades constituyen una ocasión para que Dios manifieste su bondad; las pruebas y los sufrimientos constituyen una ocasión para que Dios manifieste su amor misericordioso. 

Si no experimentamos esta bondad de Dios que nos asiste, fortalece y consuela en las pruebas pequeñas, todo nuestro bagaje de conocimientos religiosos será insuficiente para descubrirlo presente en medio del dolor y sufrimiento propio y ajeno.

La iluminación del ciego de nacimiento.

Iluminada la ceguera religiosa de los discípulos con la auto-presentación de Jesús que dice de si mismo «yo soy la luz del mundo», el evangelista narra la curación del ciego de nacimiento que había suscitado la pregunta de los discípulos y la enseñanza de Jesús. Junto a la Palabra, los hechos que verifican la Palabra.

La curación se describe de manera muy sencilla. Jesús prepara con saliva lodo una cataplasma que aplica en los ojos el enfermo y le indica lavarse en la piscina de Siloé, que significa Enviado. «El fue, se lavó y volvió con vista» suscitando la admiración de los vecinos y de quienes lo habían visto antes pedir limosna quienes incluso dudaban que se tratara de la misma persona.

Estas personas y los fariseos, someten al que era ciego a un interrogatorio que le irá haciendo tomar conciencia que lo que le había sucedido era obra de Dios. Magistralmente el evangelista describe el proceso de la fe de este hombre, quien progresivamente va tomando conciencia de la identidad de quien lo había curado a quien inicialmente se refiere como «El hombre que se llama Jesús».

Ante la descalificación de los fariseos que afirman «ese hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado», el ciego curado da un paso y con valentía se deslinda del juicio de sus inquisidores que le preguntaban «¿qué piensas del que te abrió los ojos?», Respondiéndoles con firmeza: «Que es un profeta». Esta respuesta hizo dudar a los fariseos sobre la identidad de este hombre y para confirmarse en ella recurren al testimonio de los padres.

No contentos, someten al que era ciego a un tercer interrogatorio estableciendo como premisa la imposibilidad de que Jesús hubiese realizado un milagro que sólo sería posible realizar a Dios y no a un pecador como ellos lo consideraban. El hombre curado se deslinda de la trampa argumentativa de los fariseos recurriendo a su propia experiencia: «Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo» y con creciente valor interroga cuestiona la intención que tienen los fariseos ante su excesiva preocupación e incredulidad por lo que ha ocurrido: «¿Acaso también ustedes quieren hacerse discípulos suyos?» descubriendo al mismo tiempo su secreta intención, pues a estas alturas está convencido que cuanto ha sucedido tiene que ver con Dios y concluyendo, a partir de los argumentos de los fariseos, afirma: «Si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder»

El encuentro con Jesús lo ha curado no sólo de la ceguera física, sino también de la espiritual, lo ha iluminado interiormente haciéndolo capaz de iluminar a otros con su testimonio. El último paso de este progresivo camino de fe lo da este hombre delante de Jesús quien se le revela como el Hijo del Hombre, ante lo que dijo «Creo, Señor. Y postrándose, lo adoró». El proceso de iluminación se completa con la profesión de fe.

Pensemos en nuestro propio proceso de fe. Todos hemos escuchado que la fe es un don que recibimos con el bautismo y es cierto. Pero no podemos olvidar que es como una semilla que debemos plantar y cultivar. 

La fe no funciona en automático. Es un don de Dios con un dinamismo que se despliega en nuestro interior y que descrito a la luz del evangelio de este domingo es una «iluminación» interior, que al mismo tiempo que nos permite ver el mundo, la vida, las personas, las cosas y a nosotros mismos, con los ojos de Dios, nos ilumina desde dentro para que con nuestro testimonio sostengamos y acompañemos el proceso de fe de otros. 

Entendamos el simbolismo profundo de la luz en la celebración bautismal representando en el Cirio Pascual del que se enciende la vela del neo-bautizado. No es un adorno. Es un símbolo que nos vincula a Cristo «Luz del mundo», que enciende en nuestro interior una luz que hemos de conservar encendida hasta que el venga a nuestro encuentro y que debemos compartir con los demás.

La ceguera por miedo.

Uno de los pasajes del drama que contemplamos es el diálogo de los fariseos con los padres del hombre curado por Jesús. Los interrogan sobre la identidad de su hijo y sobre la verdad de su ceguera. No pueden creer la profunda transformación que ha ocurrido en este hombre a partir del encuentro con el Señor. 

Al interrogatorio de los fariseos los padres del hombre que era ciego responden «sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego», pero se deslindan del asunto respondiendo a la pregunta sobre cómo recuperó la vista diciendo «cómo es que ahora ve o quién le haya dado la vista, no lo sabemos. Pregúntenselo a él; ya tiene edad suficiente y responderá por sí mismo.» 

El evangelista acota diciendo que esta respuesta de los padres del que había sido ciego obedeció al miedo, pues los judíos «ya habían convenido en expulsar de la sinagoga a quien reconociera a Jesús como el Mesías». Tras las bambalinas podemos imaginar al ciego curado narrando con gozo a sus padres cuanto le había ocurrido y podemos imaginar la alegría de estos al ver sanado a su hijo lo que sin duda era también para ellos un alivio y bendición. 

Seguramente recibieron el testimonio pero el miedo le impidió dar el paso de la fe y hacerse discípulos de Jesús pues temían ser expulsados de la sinagoga y condenados a vivir marginados.

Es algo que también pasa en nuestros días. Lo vemos en quienes podemos llamar «cristianos vergonzantes», que saben, porque son testigos, de las obras que Dios realiza a favor nuestro por Jesucristo su Hijo, nuestro Señor, pero son incapaces de dar testimonio por miedo a ser considerados irracionales, fanáticos, a perder prestigio o incluso, a ser marginados de esos ambientes “ciegos” donde sólo el tuerto es rey.

La ceguera de los que no quieren ver.

Es la más dramática y es la que queda evidenciada principalmente en el relato. Es la ceguera de los fariseos incapaces de recibir el testimonio de fe de quien con su vida narra cuanto Dios ha hecho en él y cerrados en un racionalismo obtuso prefieren buscar la manera de desprestigiar a Jesús antes de reconocer en él a un hombre enviado por Dios.

En distintos lugares del evangelio encontramos la advertencia de Jesús para quienes tienen ojos y no quieren ver, tienen oídos y no quieren oír, pues esta ceguera es invencible y no puede recibir la iluminación de la fe.

Podríamos pensar que esta ceguera no es la nuestra, pero nos equivocamos. Basta que volvamos a la primera lectura de este domingo, para que caigamos en la cuenta que nuestra tendencia a juzgar por apariencias nos impide ver a las personas y a las cosas como Dios las ve. El Señor dijo a Samuel: «El hombre se fija en las apariencias, pero el Señor se fija en los corazones».

En un mundo como en el que vivimos en el que la publicidad construye y destruye ídolos en breve tiempo, es importante no perder de vista que la mirada de fe nos permite ver más allá de lo que aparece y escrutar el sentido profundo de cuanto sucede a nuestro alrededor.

Estamos llamados, de acuerdo a la exhortación de san Pablo a vivir «como hijos de la luz» cuyos frutos son la bondad, la santidad y la verdad. Una consecuencia práctica de todo esto la señala el mismo San Pablo que nos pide deslindarnos de las obras de quienes prefieren vivir en las tinieblas y reprobarlas, pues «todo lo que es iluminado por la luz se convierte en luz». Esto nos pide tener la valentía de los discípulos que por encima del miedo a ser marginados, dan testimonio, y se sostienen en él, de que Jesucristo, enviado de Dios, es Luz que ilumina nuestro corazones.

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