Verán la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios

Adviento

Lunes de la II Semana

Esto dice el Señor: “Regocíjate, yermo sediento. Que se alegre el desierto y se cubra de flores, que florezca como un campo de lirios, que se alegre y dé gritos de júbilo, porque le será dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón. 

Ellos verán la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios. Fortalezcan las manos cansadas, afiancen las rodillas vacilantes. Digan a los de corazón apocado: ‘¡Animo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero, viene ya para salvarlos’. 

Se iluminarán entonces los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará. Brotarán aguas en el desierto y correrán torrentes en la estepa. El páramo se convertirá en estanque y la tierra sedienta, en manantial. 

En la guarida donde moran los chacales, verdearán la caña y el papiro. Habrá allí una calzada ancha, que se llamará ‘Camino Santo’; los impuros no la transitarán, ni los necios vagarán por ella. 

No habrá por ahí leones ni se acercarán las fieras. Por ella caminarán los redimidos. Volverán a casa los rescatados por el Señor, vendrán a Sión con cánticos de jubilo, coronados de perpetua alegría; serán su escolta el gozo y la dicha, porque la pena y la aflicción habrán terminado”. Palabra de Dios. 

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En este capítulo de Isaías encontramos un auténtico “canto a la alegría” por la renovación de toda la creación y de la humanidad. Se trata de una renovación que lleva a cabo el Señor, creador y salvador. No se trata simplemente de una celebración de la vuelta de los deportados, sino de una proclamación de fe que reconoce en el actuar del Señor el cumplimiento de los más auténticos deseos humanos, ese anhelo de felicidad que alberga en lo hondo del corazón.  

Este regocijo contrasta con el árido desierto y la estepa. Es la oposición entre el gozo que viene del Señor y que atraviesa, riega y vivifica toda la existencia, y el dolor y la aflicción que ha pesado sobre el pueblo durante el destierro. El motivo último de la alegría es la intervención del Señor, que ha dado un vuelco a la historia y ahora guía a su pueblo por un sendero seguro. Con la ayuda del Señor, el camino del pueblo es ágil, hasta tal punto que los cojos no sólo caminan, sino que «brincan», y los mudos no sólo hablan sino que «cantan». 

Los espectadores del episodio evangélico que contemplamos se quedan sorprendidos porque Jesús, ante este enfermo, que le presentaron de un modo asombroso, no lo cura inmediatamente, sino que le dirige unas palabras de perdón: «Hombre, tus pecados quedan perdonados». Sin embargo, el mismo texto evangélico proporciona un indicio que ayuda a superar el asombro: «Jesús, viendo la fe que tenía, dijo…». El evangelista nos indica con este detalle que es a la «fe» de estos camilleros que no se detiene ante ningún obstáculo a los que Jesús puede decir algo semejante. Sólo quien tiene fe sabe reconocer que el problema mas grave del hombre es el pecado.  

Contrasta la actitud de los escribas, en el fondo son indiferentes, lo disimulan con sus aires de superioridad; para ellos Jesús es un blasfemo, pues hace algo que sólo Dios puede hacer. Su actitud les impide ver dos cosas: cuál es el verdadero mal que aflige al enfermo y que Dios no está celoso de su poder de perdonar sino que lo comparte; de hecho, el reino de Dios que anuncia Jesús llamará a una práctica profunda y universal del perdón. 

El Señor que viene, viene a salvarnos. Este es el mensaje de este día; de allí la exhortación a superar todo temor. Jesús viene a levantarnos de la postración más profunda, la del pecado, que aniquila el alma e inhabilita para ir al encuentro de Dios y de los demás. La salvación de Dios se manifiesta donde hay fe y hoy, no podemos dejar pasar desapercibida la fe de los camilleros, símbolo de nuestra intercesión y la de toda la Iglesia, que presenta al Señor las situaciones más desesperantes para que en medio de ellas, su salvación se manifieste, como salud del cuerpo y del alma. 

[1] Cfr. G. Zevini – P.G. Cabra, Lectio divina para cada día del año. Vol. 1, 114-116. 

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