Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro.

Pascua

Domingo de Resurrección

Textos

† Del evangelio según san Juan (20, 1-9 )

El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”.

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro.

Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró.

En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro.

Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte.

Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos. Palabra del Señor.

Fondo Musical: P. Martin Alejandro Arceo Álvarez

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Mensaje[1]

Hemos llegado a la Pascua tras haber seguido a Jesús en sus últimos días de vida. El Evangelio de Pascua parte precisamente desde este límite extremo, desde la noche oscura. El evangelista Juan escribe que «todavía estaba oscuro» cuando fue al sepulcro. Estaba oscuro también dentro del corazón de aquella mujer. La oscuridad de la tristeza y del miedo. 

Con el corazón triste, María fue al sepulcro. Apenas llega ve que la piedra de la entrada, una losa pesada como toda muerte y toda separación, ha sido apartada. Corre de inmediato hacia Pedro y Juan: «¡Se han llevado del sepulcro al Señor!» y añade: «No sabemos dónde le han puesto». La tristeza de María por la pérdida del Señor, aunque sea solo de su cuerpo muerto, es una bofetada a nuestra frialdad y a nuestro olvido de Jesús, incluso vivo. Solo con sus sentimientos en el corazón es posible encontrar al Señor resucitado. 

Son ella y su desesperación los que hacen moverse a Pedro y al otro discípulo que Jesús amaba. «Corren» hacia el sepulcro vacío. Es una carrera que expresa bien el ansia de todo discípulo, de toda comunidad, que busca al Señor. Quizá también nosotros debamos reemprender la carrera. La Pascua también es prisa. Llegó a la tumba en primer lugar el discípulo del amor, Juan: el amor hace correr más rápido y hace esperar a la fe de Pedro que le seguía. 

Pedro entró primero y observó un orden perfecto: las vendas estaban en su sitio como si se hubiera sacado de ellas el cuerpo de Jesús, y el sudario estaba «plegado en un lugar aparte». No había habido ni manipulación ni robo: era como si Jesús se hubiera liberado solo. No tuvo que deshacer las vendas, como hizo con Lázaro. 

También el otro discípulo entró y «vio» la misma escena: «Vio y creyó», dice el Evangelio. Habían visto los signos de la resurrección y se dejaron tocar el corazón. «Hasta entonces –continúa el evangelista- no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos». 

Esta es a menudo nuestra vida: una vida sin resurrección y sin Pascua, resignada ante los grandes dolores y los dramas de los hombres. La Pascua ha llegado y el sepulcro se ha abierto. El Señor ha vencido a la muerte y vive para siempre. Ya no podemos mantenernos cerrados como si no hubiéramos recibido el Evangelio de la resurrección. El Evangelio es resurrección, es renacer a una vida nueva. Y tenemos que gritarlo a los cuatro vientos, comunicarlo a los corazones para que se abran al Señor. ¡Por tanto, esta Pascua no puede pasar en vano! Nuestra vida ha sido unida a Jesús resucitado y participa de su victoria sobre la muerte y el mal. Junto al resucitado entrará en nuestros corazones el mundo entero con sus esperanzas y sus dolores, como él manifiesta a los discípulos las heridas presentes aún en su cuerpo, para que podamos cooperar con él en el nacimiento de un cielo nuevo y una tierra nueva, donde no hay ni luto ni lágrima, ni muerte ni tristeza, porque Dios será todo en todos. 


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 159-160.

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