Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo

Cuaresma

Domingo de la IV semana

Textos

En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: “Así como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.

Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.

Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él. El que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.

La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.

Todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran. En cambio, el que obra, el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”. Palabra del Señor.

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Mensaje[1]

Hemos superado la mitad del peregrinaje cuaresmal, y la liturgia de la Iglesia, interrumpiendo por un momento la austeridad de este tiempo, nos invita a «alegrarnos». Incluso el color de los paramentos litúrgicos se atenúa, pasando del violeta al «rosáceo», para subrayar este momento de alegría. En mitad del camino cuaresmal, la exhortación a alegrarse indica que se acerca la Pascua, es decir, la victoria del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte. 

Este es el verdadero anuncio de alegría que nos trae hoy la liturgia. La victoria de la Pascua, que derrota el mal y el pecado, debe estallar por todas partes, especialmente en aquellos pueblos todavía atormentados por la guerra y la violencia, así como entre los pobres, que continúan vagando por nuestras ciudades. Es urgente devolver la esperanza allí donde prevalece un clima de violencia y agresividad. El hombre y la mujer consumista empujados a vivir en una perpetua carrera por consumir y satisfacer cualquier deseo, son arrastrados por la espiral incesante del amor por sí mismos, raíz de toda violencia. 

La necesidad de reencontrar una dimensión religiosa y ética que interrumpa de alguna forma este circulo vicioso, y que dé sentido a la vida, se hace cada vez mas urgente, tanto para la salvación personal como también para la de la misma sociedad.

El Evangelio de Juan reafirma que la respuesta a la pregunta sobre el sentido de la vida es Jesús mismo, muerto y resucitado. También Nicodemo escuchó una respuesta en este sentido con la referencia al episodio de Moisés en el desierto, que salvó la vida de los israelitas mordidos por las serpientes venenosas: «Como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo d el hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna». 

Ya el libro de la Sabiduría había intuido en aquel episodio un signo de la salvación y del amor de Dios cuando cantaba a la serpiente de bronce definiéndola como «un signo» de salvación para recordar los mandamientos de la ley divina: «El que lo miraba se curaba, no por lo que contemplaba, sino por ti salvador de todos» (16, 7). 

Aquella serpiente puesta sobre un ‘mástil se convierte para Juan en el signo de la cruz de Cristo «elevada» en medio de la humanidad. Para el evangelista, Jesús «elevado» no es una imagen que debe suscitar una tristeza resignada ante la fuerza del mal. Esa cruz es, por el contrario, fuente de vida, gratuita y abundante, como escribe el evangelista: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna». Cualquiera que sufra los mordiscos venenosos de las serpientes de hoy, basta que dirija sus ojos hacia ese hombre «elevado» y encontrará la curación. Jesús mismo dirá más adelante: «Cuando sea elevado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (12, 32). 

La salvación al igual que el sentido de la vida, no proviene de nosotros o de nuestras tradiciones. La salvación se nos dona, como nos recuerda el apóstol Pablo: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados» (2, 4-5). Vuelve el motivo de la alegría a la que la liturgia de este domingo nos llama: podemos alegramos como el hijo pródigo, el cual, volver a casa, descubre cómo el amor del Padre es muchísimo mayor que su pecado. 


[1] V. Paglia. La Palabra de cada día (2018), p. 129-13.

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