Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré

Cuaresma

Domingo de la III semana

Textos

Cuando se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús llegó a Jerusalén y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas con sus mesas.

Entonces hizo un látigo de cordeles y los echó del templo, con todo y sus ovejas y bueyes; a los cambistas les volcó las mesas y les tiró al suelo las monedas; y a los que vendían palomas les dijo: “Quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”.

En ese momento, sus discípulos se acordaron de lo que estaba escrito: El celo de tu casa me devora. Después intervinieron los judíos para preguntarle: “¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así?” Jesús les respondió: “Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré”. Replicaron los judíos: “Cuarenta y seis años se ha llevado la construcción del templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó Jesús de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho aquello y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había dicho.

Mientras estuvo en Jerusalén para las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él, al ver los prodigios que hacía. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que nadie le descubriera lo que es el hombre, porque él sabía lo que hay en el hombre.  Palabra del Señor.

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Mensaje[1]

«Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén». También para nosotros se está acercando la Pascua, y la Iglesia, con preocupación materna, nos une al grupo de discípulos que acompañan a Jesús en su subida a la ciudad. Para nosotros han pasado ya tres semanas y nos preguntamos si hemos sido fieles al camino que se nos ha propuesto, en parte porque nos es fácil –al igual que para los discípulos-concentrarnos más en nosotros que en el Evangelio, haciendo lentos nuestros pasos y alejándonos del Señor. Pero el Señor vuelve a hablarnos, reuniéndonos entorno a su palabra. No somos un pueblo carente de palabras y de metas que alcanzar.

Sin embargo preguntémonos si dejamos iluminar nuestros pasos por la luz de esta Palabra. El pasaje del libro del Éxodo nos recuerda las «diez palabras» que Dios da a Moisés en el Sinaí. Fueron las primeras que escucharon los israelitas. Los Diez Mandamientos, si se miran detenidamente, no son simplemente una serie de normas morales, son mucho más. En ellos se expresa el contenido fundamental del que brota toda la ley y la profecía, es decir, la exhortación a amar al Señor y al prójimo. Las dos tablas, estrechamente ligadas la una a la otra, no expresan otra cosa que este doble amor que debe presidir el itinerario de los creyentes. Sin embargo todos nosotros sabemos lo fácil que es dejarnos distraer del amor y perder de vista la meta indicada. El apóstol Pedro advierte a los cristianos que sean sobrios y velen -éste es el sentido del tiempo cuaresmal -porque «vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe» (1 Pe 5, 8). 

Al llegar a Jerusalén Jesús entra en el templo y, haciendo un látigo con cuerdas, comienza a expulsar a los vendedores y cambistas. Se podría interpretar esta escena como una manifestación de celo por parte de Jesús, como está escrito: «el celo por tu casa me devorará». Es un Jesús especialmente duro y resuelto: sabe bien que en un templo donde se admiten estos pequeños negocios se llega a vender y a comprar incluso la vida de un hombre por sólo treinta denarios. 

Pero, ¿cuál es el mercado que escandaliza a Jesús? Es el que se desarrolla dentro del corazón. Éste es el mercado que escandaliza al Señor, porque el corazón es el verdadero templo que Dios quiere habitar. Ese mercado tiene que ver con el modo de concebir y de conducir la vida. ¡Cuántas veces la reducimos a una compraventa que ya no conoce la gratuidad del amor! La ley del interés personal, de grupo o de nación, parece presidir inexorablemente la vida de los hombres.

Jesús entra una vez más en nuestra vida, y como hizo en el templo, derriba este primado, las mesas de nuestros intereses mezquinos, para reafirmar el primado absoluto de Dios. Es el celo que Jesús experimenta por cada uno de nosotros, por nuestro corazón, por nuestra vida, para que se abra para acoger a Dios. Por ello cada domingo el Evangelio se convierte en el látigo que Jesús usa para cambiar nuestro corazón. 

El Evangelio es la «espada de doble filo» de la que habla el apóstol Pablo, que penetra hasta la medula para separarnos del mal. «¿Qué signo nos muestras para obrar así?», le preguntan a Jesús. Es la resistencia que todavía le ponemos al Evangelio en nuestras vidas. El mal y el pecado, el orgullo y el egoísmo, tratan por todos los medios de poner obstáculos al amor en la vida del mundo. Y sin embargo es precisamente acogiendo el amor del Señor que encontramos la salvación. 


[1] V. Paglia, Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 121-123.

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