Ámense los unos a los otros como yo los he amado

Pascua

Domingo de la VI semana

Textos

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Como el Padre me ama, así los amo yo. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi amor; lo mismo que yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena. Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado. Nadie tiene amor más grande a sus amigos que el que da la vida por ellos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a ustedes los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que le he oído a mi Padre.

No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca, de modo que el Padre les conceda cuanto le pidan en mi nombre. Esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros”. Palabra del Señor.

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Este Domingo, el texto evangélico que escuchamos corresponde a una bellísima página del evangelio según san Juan y nos hace comprender algo sumamente importante: ser cristiano supone un estilo de vida caracterizado por el amor, por la alegría y por el servicio y esto, no es un añadido a la existencia, es la expresión constante de la obra que Dios realiza a través de su Hijo Jesucristo en la vida de quienes lo acogen con un corazón sincero.

Este amor tiene su origen en Dios Padre, se manifiesta en el amor de amigo de Jesús y es al mismo tiempo signo distintivo y misión de quienes son sus discípulos.

El texto de este día hay que leerlo tomando en cuenta el del domingo pasado, en el que contemplamos la alegoría de la vid, la fuerza vivificadora de la savia que llega de la vid al sarmiento, es ahora la fuerza del amor de Jesús que entrega su vida por los que ama. Es así como el amor del Padre llega al mundo, brotando como un torrente en cascada se comunica a través del Hijo a sus discípulos y a través de estos al mundo entero.

Este texto pertenece al conjunto del llamado “discurso de despedida” en el que ante la inminencia del cumplimiento de su misión Jesús deja conocer cómo se hará presente en adelante; la muerte no será una separación sino el comienzo de una experiencia de relación distinta, más profunda que la anterior. El discípulo recibe el flujo del amor de Dios si está unido a Jesús y lo hace llegar a los demás sosteniendo una relación profunda de amor con los hermanos. La experiencia humana para expresar la profunda riqueza de este mensaje es su experiencia de la amistad con Dios, con Jesús y con los demás discípulos.

Lo que nos hace capaces de amar es el amor que hemos recibido. Es el secreto de la vida de Jesús, de su alegría y de su impulso misionero, saberse. Él sabe que es el «Hijo amado». Este amor que viene de Dios es la fuente y el modelo del amor de Jesús por sus discípulos y al mismo tiempo el criterio de su intensidad: «así como el Padre me amó, yo también los he amado a ustedes».

La falta de amor tiene efectos devastadores en la vida de una persona, le impide desarrollarse plenamente y encontrar sentido a la existencia. En la carencia de amor se encuentra la razón de muchas inconsistencias en la personalidad que se manifiestan en la inconstancia, la infidelidad, la violencia, el miedo, la depresión y la inseguridad que a su vez se manifiesta como prepotencia para evitar la sensación de indignidad y rechazo. La búsqueda de culpables o responsables por el amor que no se ha recibido tiene también efectos terribles, llena el corazón de injustos odios y resentimientos en contra de quienes se esperaría recibir como derecho el amor que sólo se puede ofrecer como un don.

Si los demás, aquéllos de quienes esperaríamos, fracasaron en el intento o se mostraron insuficientes para darnos su amor con Jesús no sucede lo mismo. Él está junto a nosotros y nos da su amor en la misma forma y con la misma intensidad con la que Dios ama. Eso significa que somos significativos para Él, que nos encuentra valiosos y que encuentra en nosotros bondad. Con su mirada Jesús nos ayuda a descubrir en nosotros mismos todo lo que Dios nos ha dado, y nos lleva de la mano al autodescubrimiento de que también somos hijos amados de Dios.

Amor con amor se paga. Para que se de el milagro del amor se requieren dos personas y entre ellas una corriente de reciprocidad. Jesús pide con insistencia a sus discípulos una respuesta pidiéndoles permanecer en su amor. Si recordamos, este término ya había aparecido el domingo pasado en la alegoría de la Vid; ahora al permanecer Jesús le agrega «en el amor» especificando así tres decisiones que el discípulo debe tomar y en las que debe sostenerse: 1) Dejarse amar, 2) Actuar según el querer de Dios, 3) Ser como Jesús.

La insistencia de Jesús de que nuestro amor se demuestra cumpliendo sus mandamientos nos hace entender que el amor el algo más que un sentimiento y que hay que demostrarlo con hechos concretos. Esto da luz a ciertas formas de amor y de amistad caracterizadas por la inconstancia y la irresponsabilidad y que dejan profundas heridas y fracturas emocionales que acompañan toda la vida. Cuando el sentimiento está por encima del compromiso se es incapaz de “responder” de hacerse responsable; se apaga el sentimiento y la otra persona deja de ser significativa y queda abandonada a si misma. Un amor como el de Jesús hace es posible establecer relaciones sólidas y estables, capaces de trascender las carencias y la inmadurez,  de ser consistentes, intensas, sólidas, constantes y satisfactorias. El verdadero amor tiene sabor a eternidad.

El amor nos lleva al gozo. Jesús nos descubre la clave. Donde hay verdadero amor se nota alegría. Y si el amor consiste en guardar sus mandamientos hacerlo no puede ser algo pesado, insoportable, que le quite luminosidad y alegría a la existencia; por el contrario, cumplir los mandamientos de Jesús es fuente de alegría, es lo que Jesús comparte con nosotros y que debe llegar a su plenitud. Es la alegría de amar y ser amado, de ver cómo se realiza la obra de Dios en la historia, de constatar la respuesta de Dios a la oración, de ir al encuentro del Padre y de ver cumplida la misión encomendada.

Esta es la manera como Jesús deja su vida a sus discípulos, les revela y les invita a participar del dinamismo de amor que hay entre él y su Padre. La comunión con Dios es comunión en el amor y en la alegría. Por ello, la alegría también debe alcanzar la plenitud, es la alegría de la salvación,  de la vida redimida, del triunfo de la vida, de la presencia de Jesús Resucitado, de la obra de Dios de que se realiza a través de la misión de los discípulos.

La alegría plena la alcanza quien centra su vida en Jesús, quien realiza su vocación, y es coherente con sus opciones. La alegría de la vida del cristiano tiene su raíz en la certeza de ser amado y en el abandono de la vida en las manos de Dios, lo que da confianza, seguridad, plenitud y fortaleza. El discípulo alcanza su madurez vocacional cuando llega a entender que la mayor alegría de la vida está en causar la alegría de los demás. Esta alegría da entusiasmo, genera creatividad, valentía y audacia, los temores se desvanecen y la vida se llena de sentido al desvivirse por los demás.

El mandamiento del amor subraya la necesidad y la naturaleza del amor fraterno. Después de colocar su fundamento, Jesús explica cuáles son las expresiones del amor y que son motivo de la inmensa alegría de los discípulos. El amor de Jesús nos hace redefinir el modo como comprendemos nuestras relaciones con los demás.

El mandamiento del amor se expresa así: «este es mi mandamiento: que se amen los nos a los otros como yo los he amado». La formulación comienza con el imperativo «ámense». Para el discípulo el amor no es opcional, es esencial. Como hemos dicho, el amor más que un sentimiento es una decisión. Cuando las relaciones se manejan sólo en el plano sentimental se vuelven efímeras, pues se fundamentan en emociones pasajeras, se sostienen por la simpatía y se destruyen por la antipatía. El amor es una fuerza moral, que se fundamenta en la obediencia a la voluntad de Dios, porque se sabe que sólo a través de ese camino se puede alcanzar la plenitud. Cumplir el mandamiento de Jesús supone un salto cualitativo en nuestra manera de tejer relaciones humanas.

Este mandamiento identifica a Jesús. Lo llama «mi mandamiento» indicando que es él quien lo da y que es el criterio distintivo de la vida de Jesús en el discípulo. Su contenido es el mismo amor de Jesús: «como yo los he amado». La forma como Jesús se comporta don sus discípulos define la calidad y diferencia del verdadero amor. Para poder amar cómo él es necesario ser como él. En otras palabras nuestras relaciones de amor y de amistad tienen que ser como las de Jesús que dio la vida por sus discípulos, los hizo sus amigos más que sus servidores y les confió su misión.

El amor de Jesús constituye una comunidad. El amor del discípulo también debe hacerlo. Lo que Jesús hace por sus discípulos ellos deben hacerlo por el mundo, para llegar a formar de forma verdadera y duradera la familia del Padre. Por ello la comunidad de los discípulos está llamada a ser una comunidad de amigos de Jesús edificada sobre la entrega, el servicio y la amistad y al mismo tiempo una comunidad misionera, porque son elegidos, enviados y sus obras tienen el respaldo de Dios.

El amor de Jesús construye una comunidad de amigos, que implica relaciones estables, concretas y visibles. Jesús se manifiesta como amigo tomando la iniciativa, dando calidad a la relación –de siervo a amigo- y contenido -conocer y hacer la voluntad del Padre-. La única forma de tener amigos es comenzar a serlo. Por ello Jesús toma la iniciativa, se hace amigo. Su dicho «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» se vuelve verdadero en la historia de su pasión. Hacer lo que hizo Jesús comienza con dar un valor supremo a la vida del amigo, de la persona amada, al grado que todo lo demás se vuelva relativo y esto, con la intención de «dar la vida» para que la otra persona «tenga vida plena». Se trata de hacer vivir, de promover la vida, de hacerla bella.

Jesús hace de nosotros sus discípulos amados y su amor puede ser acogido o rechazado. Acogerlo implica cumplir el deseo de Jesús «ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando» y lo que Jesús nos manda es «ámense los unos a los otros». A Jesús se le responde formando una comunidad de amigos, capaces de amarse con libertad, de alcanzar la intimidad, de un amor generoso hasta la entrega de la vida, es decir, de arriesgarse completamente por otra persona a través del respeto, la amabilidad, el servicio, la solidaridad y el perdón.

El paso de ser siervo a ser amigo está dado en el «conocer» el querer del Padre en la persona de Jesús. Esto supone el discernimiento espiritual del discípulo para conocer lo que el Padre quiere de Jesús y en él, lo que quiere del discípulo. El amigo se involucra porque conoce y comparte. El «amarse unos a otros» supone que en la comunidad todos se hacen amigos en el Señor y que al mismo tiempo que tienen con él una relación persona, entre ellos no se ignoran sino que se entregan unos a otros, al estilo de Jesús, haciéndose amigos.

El amigo involucra al otro en su vida. Es lo que hace Jesús. Nos involucra en si misión. Él es el enviado y por ello nos envía a dar un fruto duradero. Corresponde al discípulo tomar la iniciativa en el amor, compartir lo que es y lo que tiene, y abrir el corazón para generar una verdadera comunidad. Los discípulos deben vivir y morir por los demás para continuar la misión de Jesús que es «dar vida al mundo». El amor es el fruto que se espera de los discípulos de Jesús, éste se vive en la donación. El verdadero discípulo hace comunidad donde se presenta y cuando la comunidad está bien cimentada en el amor el proyecto de Jesús despliega su fuerza misionera y transforma el mundo.

El discípulo de Jesús no puede olvidar que ha sido elegido no debido a sus méritos sino por amor. La Iglesia se construye en la acogida de todos los que han sido elegidos y esto exige tener un corazón abierto a todos por encima de las simpatías y de las relaciones de mayor cercanía que se establecen con facilidad con unos más que con otros. Lo esencial en la vida comunitaria es el compartir la vida que el Señor nos da y aprender a compartir el proyecto del Señor, como proyecto comunitario que cada generación reformula con el aporte de todos.

La elección no es un privilegio sino una misión, no es en beneficio propio sino para ser testigo de la obra de Dios. Por ello los elegidos son enviados, son destinados a ponerse en camino y a dar fruto, capaces ubicarse en cualquier lugar y de salir de si mismos para dar vida y formar una comunidad evangelizadora capaz, a su vez, de salir de si misma para ir al encuentro del mundo.

Toda la obra de Cristo y de la Iglesia es del Padre y es Él quien respalda la obra de los discípulos y les concede lo necesario para que realicen la obra de Jesús en el mundo. Esto supone un vínculo permanente de los discípulos con el Padre mediante la oración confiada que le presenta las necesidades del mundo, sus sufrimientos y anhelos y la conciencia de que el trabajo que se realiza está en sus manos. Todo lo que comienza con el amor del Padre culmina con la fidelidad del discípulo que permaneciendo en el amor de Jesús hace visible el amor divino y lleva a la presencia de Dios las necesidades del mundo entero.

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