¡Alégrense!

1º de Noviembre

Solemnidad de todos los Santos

Textos

† Del evangelio según san Mateo (5, 1-12)

En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó.

Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles, hablándoles así: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.

Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.

Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos”. Palabra del Señor.

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Mensaje[1]

La Iglesia, realmente madre y maestra, que hace todo cuanto puede para llevar a sus hijos a la santidad, sale hoy a nuestro encuentro para presentarnos a todos los santos comunes. Podríamos decir que los santos que hoy recordamos son la muchedumbre de aquellos que, como el publicano, admitieron su pecado, renunciaron a aducir excusas y privilegios, y confiaron en la misericordia de Dios. 

No son héroes de la vida espiritual, a los que se puede admirar pero es imposible imitar. Ellos son hombres y mujeres corrientes, una muchedumbre formada por discípulos de todos los tiempos que han intentado escuchar el evangelio y también personas no creyentes pero de buena voluntad que se han comprometido a vivir no solo para ellas mismas. 

El Apocalipsis, que escuchamos en la primera lectura, presenta a Juan una visión increíble: una muchedumbre formada por todos los «hijos de Dios», es la familia de los santos. No son los hombres «importantes» y valientes, sino los llamados por Dios a formar parte de su pueblo: «Han sido santificados, han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11). 

Se trata de un pueblo de débiles, enfermos, necesitados; de gente que está ante Dios no de pie sino de rodillas; no con la cabeza alta sino inclinada; no con una actitud de reivindicación, sino con las manos extendidas para pedir ayuda. Somos santos, pues, no después de la muerte, sino ya ahora, desde que entramos a formar parte de la familia de Dios, desde que nos separamos del destino triste de este mundo. 

La santidad no es un hecho intimista ajeno a la historia humana concreta, del mismo modo que tampoco es un paréntesis de nuestra vida; ser hijos de Dios es pertenecer a su familia. Se trata en realidad de una dimensión que revoluciona la vida de los hombres. En términos evangélicos, la santidad se describe en las bienaventuranzas.

Las bienaventuranzas pueden ayudar a los hombres a salir de la tristeza en la que viven. La concepción de la felicidad evangélica, contraria a la de la cultura dominante, es en realidad una indicación preciosa. Sin duda podemos preguntamos: ¿Cómo puede alguien ser feliz si es pobre, si está afligido, si es humilde y misericordioso? Pero si observamos con mayor atención las causas de la amargura de la vida, descubrimos que son la insaciabilidad, la arrogancia, el abuso y la indiferencia de los hombres. El camino de la santidad no es, pues, un camino extraordinario; es más bien el camino cotidiano de hombres y mujeres que quieren vivir a la luz del Evangelio.


[1] V. Paglia – Comunidad de Sant’Egidio, La palabra de Dios cada día, 2018, 401-402.

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