Adviento
Domingo de la II semana . Ciclo C
Textos
+ Del evangelio según san Lucas (3, 1-6)
En el año décimo quinto del reinado de César Tiberio, siendo Poncio Pilato procurador de Judea; Herodes, tetrarca de Galilea; su hermano Filipo, tetrarca de las regiones de Iturea y Traconítide; y Lisanias, tetrarca de Abilene; bajo el pontificado de los sumos sacerdotes Anás y Caifás, vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías.
Entonces comenzó a recorrer toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de penitencia para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro de las predicciones del profeta Isaías: Ha resonado una voz en el desierto: Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos. Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios. Palabra del Señor.
Mensaje
Celebramos el II Domingo de Adviento. Damos el segundo paso en el ritmo dominical de nuestro itinerario espiritual de preparación para la Navidad. En este tiempo de gracia se nos proponen como compañeros de camino los profetas, particularmente Isaías, Juan el Bautista y María.
Este Domingo Juan el Bautista es nuestro pedagogo. Hoy lo contemplamos ubicado en un escenario histórico complejo desde el que nos invita a la esperanza.
El evangelio de hoy se ocupa de ubicar al precursor del Mesías en el escenario de la historia y en este mismo hecho, estableciendo claros contrastes, nos comunica un mensaje sobre el modo de intervención de Dios en la historia humana.
El texto que contemplamos procede en tres momentos: el marco histórico, la vocación del profeta y la presentación sintética de la misión profética de Juan.
Marco histórico
El evangelista contextualiza el ministerio de Juan y lo ubica en referencia a quienes detentan el poder político y religioso y que con sus intervenciones incidirían en el destino del profeta. Los personajes y fechas que se mencionan, no son una nota erudita o ilustrativa, con ellos Lucas nos da un mensaje: la acción de Dios acontece en la historia, no es un mito ni una fantasía, es un acontecimiento histórico.
El ministerio de Juan se ubica así en un contexto político y religioso. En lo político se trata del mundo dominado por el imperio romano. Tiberio es el emperador, continuador de la obra de César Augusto, famoso por su política de «pax romana» es decir, impuesta por la fuerza. El lugar es Palestina, dividida, después del reinado de Herodes el Grande, en cuatro territorios, cada uno con su gobernador. En lo religioso la referencia son la autoridades judías, en concreto los sumos sacerdotes Anás y Caifás, personajes que después pedirán la condena de muerte para Jesús.
Los personajes políticos y religiosos que se mencionan tienen que ver directa o indirectamente con el ministerio del Bautista y con el de Jesús de quien aquél es precursor. Hay un fuerte contraste entre la violencia que se ejerce desde quien tiene el poder y la humildad y mansedumbre de quien habla en el nombre de Dios.
Esta contextualización nos ofrece un doble mensaje. Dios interviene en la historia. No se manifiesta en los palacios, ni en quienes, engolosinados con el poder, se legitiman con el uso de la violencia. Se manifiesta en el desierto y en el ministerio de quienes están atentos a escuchar su Palabra y dispuestos a acogerla.
La fuerza de Dios, manifestada en la sencillez y debilidad derriba la pretensión absoluta de los autosuficientes que confían en su capacidad de someter violentamente a los débiles.
La vocación del profeta
En la circunstancia descrita: «Fue dirigida la Palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto». La voz profética resonará de nuevo a través de un hombre, escogido para esta tarea, lleno del Espíritu de Dios desde el vientre de su madre. La palabra que predicará no es suya, hablará en nombre de Dios.
El desierto hace pensar en el Éxodo, en el camino de Israel buscando la tierra prometida; es lugar de aridez, soledad, anonimato, miedo, carencia, desesperación, de cercanía con la muerte. Allí es donde Dios habla, seduce, enamora, convence y se compromete en alianza de fidelidad eterna.
En esos pequeños detalles descubrimos también un profundo mensaje. Nadie puede hablar en nombre de Dios si Dios no le ha dirigido su Palabra, y ésta sólo se escucha cuando se tiene el corazón dispuesto y capacidad de escucha, cuando hay silencio o cuando en las situaciones límites de la existencia no se espera ya nada de nadie sino sólo de Él.
La misión del profeta
Juan proclama el querer de Dios. Lo que él enseña vincula a quien escucha. Lo que él dice no puede ser despreciado por quien tiene sed de Dios y en Él espera. Por ello Juan llama a «un bautismo de conversión para perdón de los pecados». Quienes acogen este llamado «verán la salvación de Dios» porque sólo quien se prepara para la venida del Señor puede “ver” su salvación. El llamado de Juan es universal, no se limita a unos cuantos, todos pueden prepararse para recibir al Señor que viene y en ese sentido «todos» verán su salvación.
El precursor prepara el camino de Jesús predicando la conversión. Es «Voz que clama en el desierto». Donde el silencio impera, donde nada se escucha, sea el corazón de una persona, sean nuestros ambientes o nuestras comunidades, lo primero que debe escucharse es la Voz dejando lugar a la Palabra. Esto es necesario para remover todos los obstáculos que impiden recorrer el camino del encuentro: los barrancos, los montes y colinas. Los caminos deben enderezarse, nuestros pasos deben dirigirse a Dios directamente y no por atajos engañosos y tortuosos.
Es necesario salir del encierro de la propia soledad, dejar el estancamiento, dejar espacio para Dios que viene a liberarnos de nuestros egoísmos, recuperar la capacidad de soñar en una humanidad que vive en justicia y fraternidad. Quien camina por el desierto lo hace con temor, mil amenazas lo acechan haciendo peligrar su vida. Lo mismo sucede con el pecado que aísla, saca a Dios de la vida y encierra en el propio ego.
El punto de partida es reconocer la necesidad, recuperar la confianza en que es posible transformar el desierto, hacerlo florecer. Eso es alentar la conversión, como lo hace el Bautista. Hacer surgir la esperanza. Convertirse no es flagelarse, torturarse sino dejar que en nosotros se realice la creación de Dios invitándonos a vivir en armonía con Él y con las demás creaturas.
Transformar nuestro desierto supone remover, aunque nos duela, lo que hacemos siempre, por inercia, casi por costumbre pero que nos hace infelices porque nos aleja de nuestra vocación original. Cuando somos capaces de hacerlo el resultado es la felicidad inmensa de descubrir nuevos y fecundos horizontes. No se puede renovar el amor primero si no se acepta el reto de remover lo que lo ha envejecido y hecho rutinario.