En el evangelio de hoy una mujer se acerca pidiendo un favor y Jesús no parece hacerle caso. Es desconcertante. La mujer insiste y Jesús le recuerda la distancia que los separa: el pan es para los hijos, o sea, los judíos, y no para los perritos, o sea, los extranjeros. Desconcierto mayor.
Podemos empezar a salir de nuestra perplejidad en cuanto recordamos a qué vino Cristo. Su primer objetivo es el cumplimiento de las promesas que Dios hizo por boca de los profetas. En esas promesas Dios revela su fidelidad y muestra la calidad de su amor. Desatender esa palabra, desatender al pueblo elegido sería negar la naturaleza misma del amor de Dios, que es fiel más allá de nuestra infidelidad.
De modo que lo más importante para Jesús no son las obras maravillosas, las que impresionan a la gente y las que la gente siempre pedirá: milagros, exorcismos, prodigios. Hágalos quien los haga, siempre habrá demanda y público para cosas así. Jesús no se fía del poder de esos prodigios, que a veces llevan a Dios y a veces hacia la magia. ¿Cuánta gente se ha alejado de Dios por buscar un «milagrito» en ídolos y brujos? Por eso Jesús no se fía de esas cosas por sí mismas, así parezcan tan interesantes o poderosas para la conversión.
La verdadera conversión: esa es la grande y genuina maravilla. Y es maravilla brota más de la humildad que de otra cosa. Jesús, trayéndole humildad a esta mujer y apartándola de la premura agobiante de su urgencia inmediata, en realidad la estaba atrayendo hacia la fe verdadera, como hija adoptiva del pueblo de la alianza.
8 febrero 2024. Textos bíblicos y mensaje del jueves de la V semana del tiempo ordinario.